martes, 30 de agosto de 2016

A mí que me cuenten cuentos







Nunca he escrito una novela que considerase publicable; en cambio he escrito cuentos de los que estoy satisfecho. Indudablemente la novela requiere un esfuerzo sostenido que el feliz hallazgo del cuento no precisa y de ahí que considere justa la mayor consideración lectora (y crítica) del género narrativo mayor. Sin embargo, el cuento me fascina como género inabarcable y casi indefinible, salvo por su extensión. Todo el mundo evoca a Homero o a Milton si hablamos de épica, o a Lorca y Neruda si hablamos de lírica, pero el cuento no tiene un Homero o un Shakespeare aunque se prodigan sus autores. El cuento no tiene forma, tiene formas. La novela cada cierto tiempo intenta romper sus corsés y genera experimentos, a menudo ilegibles, el cuento no los ha tenido nunca. Alguien dijo que el relato corto es lo que se aleja de la colectividad (lo opuesto a una canción pop de éxito), “la voz solitaria de grupos de población sumergida” (Frank O’Connor), alejado de la colectividad, romántico, individualista e intransigente. Sería el caso desde luego de Hemingway o de Joyce, pero no de Andersen, Turgueniev o Kipling.

¿Qtienen en común Alice Munro, Saki, Edna O'Bien, Katherine Mansfield, Hoffmann, Kliest, Hardy, Pushkin, Hawthorne, Poe, Borges, Julio Ramón Rybeiro, Gógol, Melville, Carroll, Twain, Maupassant, Conrad, O´Henry, London, Sherwood Anderson, Faulkner, Steinbeck, Cheever, Salinger, Updike, Carver o Cynthia Ozick?

El cuento es anónimo en cuanto a la forma, como lo era en su nacimiento oral, y por eso es tan distinto un cuento de D.H. Lawrence de uno de Henry James. O más próximos a nuestra tradición, uno de Borges de otro de Cortázar, u otro de Chejov y otro de Kafka o de Babel. Noto sin embargo dos tradiciones, la de Chejov, para algunos el máximo exponente del género, y la de Kafka-Borges, la costumbrista frente a la metafísica.


En España hay una tradición y afición menor a este género frente al mundo anglosajón donde proliferan las revistas con relatos breves y son seguidos con interés, o sus recopilaciones y antologías ocupan a menudo los primeros puestos entre los libros más leídos. Sin embargo, el novelista y critico John Berger, que escribió una maravillosa trilogía sobre la desaparición del mundo campesino europeo, De sus fatigas, concibió los dos primeros volúmenes —Puerca tierra y Una vez en Europa—, como recopilaciones de cuentos que contemplaban ese ocaso, pero para retratar el aterrizaje en la sociedad urbana necesitó, en el último volumen, Lila y Flag el formato de la novela. Y es que el mundo campesino está inmerso en una cultura de la supervivencia, como las de las mal llamadas tribus primitivas, en tanto que el urbano es una cultura del llamado progreso. El campesinado es la única clase social con una resistencia interna al consumismo, por tanto, debe ser desarticulado por el sacrosanto mercado. Considero que no es casual esta elección: el cuento estodavía próximo a la oralidad de las primeras sociedades y sus relatos en torno al fuego, en tanto que la novela, sea urbana o rural, es una invención posterior de sociedades más desvinculadas del mundo natural.


Los peores cuentos son novelas abortadas, las peores novelas, cuentos innecesariamente alargados. Borges nunca quiso (o pudo) escribir una novela. Cortázar nunca escribió una novela comparable en calidad a sus mejores cuentos.

lunes, 22 de agosto de 2016

Las notas a pie de página



Me gustan las notas a pie de página. Yo las suelo leer siempre salvo cuando no son tales sino que las acumulan al final del libro, y a veces son lo que más me gusta de un libro en concreto. Yo una vez escribí un libro que salvo una corta introducción consistía sólo en notas a pie de página. Se llamaba Diccionario de ecología, ecologismo y medio ambiente y hoy está justificadamente descatalogado. 

De las múltiples evidencias del retroceso de las Humanidades —que no es espontáneo sino resultado de políticas educativas concretas para su derribo— hoy elijo las notas a pie de página de las ediciones anotadas que progresivamente se van haciendo más elementales y didácticas: “Venus, diosa pagana del amor”; o bien: “Fresneda: conjunto de árboles llamados fresnos normalmente en las orillas de los ríos” Se está borrando una gama de reconocimientos y de códigos compartidos sin los cuales no puede continuar ni una cultura viva ni forjarse una sociedad coherente.



Deshumanizar, en dicho sentido (pero también en el corriente) así a nuestros jóvenes tiene obvias ventajas para los que detentan el poder, como generar súbditos chillones pero acríticos en lugar de ciudadanos reflexivos, o sustituir la verdadera educación por formaciones técnicas de corto recorrido y escaso futuro.



Hoy para leer a Virgilio o a Milton hasta las referencias mitológicas más obvias se ven necesitadas de ser elucidadas. Como leer a Cervantes sin tener a mano un diccionario de agrarismos y rusticismos. Y a medida que los glosarios crecen y las humanidades desaparecen disminuyen los lectores. Porque además es casi inviable leer un libro repleto de interrupciones en forma de notas cuando es necesario anotar cada nombre propio o alusión clásica contenido en el más sencillo diálogo. 

La palabra subordinada cada vez más a la imagen, a la imagen de una masa inarticulada de zopencos. Hemos superado a los griegos y latinos, y también a la cultura hebraica y judeocristiana. Nos hemos hecho ateos sin convertir el “hecho” de lo religioso en la poesía de lo religioso. O sea, retrocedemos a los ideogramas egipcios que cualquier niño pequeño puede entender si le das un Smartphone.



Pese a todo, o por ello, estoy tentado de escribir un libro lleno de notas al pie irónicas y contundentes. No sólo constituido por notas, pero abundante de ellas. Por ejemplo: “Armando estaba leyendo (*) en la salita verde” “(*) Leer: antigua actividad hoy en desuso pareja a escribir (véase), consistente es descifrar los signos llamados letras y que forman palabras y a su vez estas oraciones (véase, véase, véase) que implica una comprensión, generalizada pero exacta de lo que el escritor quería decir y no se avino a hacerlo con muñequitos o sonidos inarticulados”. Etcétera (véase).


¿Mi libro favorito con notas a pie de página? Alicia anotada, de Lewis Carroll (anotado por el matemático y divulgador Martin Gardner, recientemente fallecido)

Y esto es una marcha militar escrita en la neolengua:







"Pipa, para pipa, pan, para pan, para pan, pan, pan"

domingo, 21 de agosto de 2016

Leer Memorias sin confiar en la memoria





Desde el presente, el único tiempo real, el pasado tiene el defecto de presentarse siempre como el único posible y el que conduce inexorable al futuro. Al excluir el azar y recalcar sólo la necesidad, los relatos del pasado, especialmente del propio son terriblemente engañosos. Me gusta leer libros de memorias porque son verdad en la misma medida que las novelas son mentira, es decir, en el sentido de la afortunada frase de Vargas Llosa para definir la narrativa: “La verdad de las mentiras”. Las memorias, a la inversa simétrica, son verdades que contienen múltiples mentiras. Si el pasado es una pared con agujeros (que rellenamos con invención, es decir, recreamos), de la misma forma que el futuro es un agujero sin paredes por mucho Jules Verne que se insinúe como profeta, lógicamente pretender que las memorias de los escritores, esos forjadores de mentiras que son verdad, sólo contienen verdad y nada más que la verdad es negarles su condición de género literario. Por eso, cuando se intenta escribir con hiperrealismo y extrema verosimilitud, como en la novela negra, se hace en tiempo presente y en primera persona del singular, característica de estilo que comparten con las memorias. Los escritores además y en general suelen llevar vidas aburridas, como lo son las de cualquier mirón pasivo que no vive tanto como acecha las vidas de otros. Suelen carecer de interés las de políticos, si salvamos las muy mentirosas y espléndidas de Churchill, que recomiendo, y las de Manuel Azaña (Memorias políticas y de guerra). Tampoco me gustan las memorias de los grandes hombres de éxito, esos supuestamente hechos a sí mismos, ya que el porcentaje de mentiras suele ser excesivo; en el mismo sentido, prefiero las historias de fracasos, aunque también resulten falseados.



Tengo varias memorias favoritas. Las de Chateaubriand, por supuesto, Memorias de ultratumba (insuperable título de mi reaccionario favorito con permiso de Chesterton) o más cercanamente las del Gran Ernst Jünger del que ya me ocupé en una entrada en mi otro blog matriz. Me gustan mucho las del peruano Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso (otro título insuperable). También me gusta mucho Mi medio siglo se confiesa a medias, de nuestra gran César González Ruano. Las Croniques de Bob Dylan (un gran escritor), las de la malograda Alejandra Pizarnik y mucho, me encantaron las del cocinero Anthony Bourdain, Confesiones de un chef, verdaderamente terribles (no me pudo acercar a un cuchillo de cocina en mucho tiempo). Con cualquiera de ellas se disfruta y se puede aprender muchísimo sobre como mentir con verosimilitud.

martes, 16 de agosto de 2016

En una isla desierta y no me llevé un libro…






¿Que qué libro me llevaría a una isla desierta? Absurda pregunta en verdad, porque si la isla en cuestión está desierta a estas alturas de la película de nuestra historia es porque es inhabitable. En la improbable isla desierta, lo de menos sería el libro. A veces ser literal te lleva por caminos de reflexión algo más inesperados que la mera rutina automática en la respuesta. Pero aún así, seamos condescendientes, si tuviera de verdad, literalmente, que elegir un único libro, el consabido y dichoso libro, para llevarme a una isla desierta, o al menos sin bibliotecas públicas ni librerías surtidas —y en ese caso lamentable nos valen un montón de ciudades y pueblos de provincias, no hace falta que te aterricen en un atolón de la Micronesia—, haría trampa cuando no me mirasen y cogería una buena navaja, o un botiquín lo más completo posible con vacunas incluidas y pastillas para potabilizar el agua, o unas buena botas. Pero si estuviera a salvo y a cubierto en casa sin poder salir y tuviera hambre y un buen queso pero no un buen cuchillo ni tampoco un buen libro, me comería el queso a bocados y elegiría el libro. Los que tienen sus prioridades grabadas en piedra, como las famosas Tablas de la Ley mosaicas o las doce de los inicios del periodo republicano en la Antigua Roma, en lugar de variarlas según las circunstancias, pueden morir deshidratados con una antología maravillosa de su escritor preferido en las resecas manos. Las opciones nunca deben ser obligatorias, porque dejan de ser opciones para pasar a obsesiones; las necesidades, en cambio, no son nunca del todo opcionales, como bien sabe cualquier aspirante a refugiado que se sube a un frágil cayuco mientras deja atrás los bombardeos. Y si puedo quedarme con todo —la nueva trampa que hago, soy consciente, sería total— elijo Los cuentos completos de E.L. Doctorow o El teatro completo de Shakespeare, que tiene la ventaja de incitar a leerlo en voz alta, cada personaje con un tono de voz, y así sentirse menos solo en la islita de los cojones. Todos estos inapreciables artículos los garantizo y los recomiendo, los he probado. Me falta la isla desierta, que no he probado. ¿Y puedo llevar a una bella amiga aunque tampoco la haya probado aún…? La vida para algunos son lentejas, para muchos otros ni eso y para unos pocos una tienda surtida de delicatesen. ¿Piedra, tijera o papel? Depende, acertar a elegir en ese juego es cuestión de suerte: piedra si el otro elige tijeras, tijeras si el otro elige papel, papel si el otro elige piedra. Pero a veces, si no se trata de un juego, sólo tienes como opción las tijeras para cortar un esparadrapo, la piedra para partir las nueces o el papel para envolver algo o para escribir con tizne de la hoguera el libro que no tuviste la precaución de llevarte, so imprudente ¿Acaso no sabes que además de un vicio, la lectura es un lujo indispensable? 


lunes, 1 de agosto de 2016

El mundo como obra de arte o la búsqueda de la belleza








Cuando me entusiasma un libro a menudo me gustaría haberlo escrito yo. De hecho es lo que en cierto modo hago con mi lectura atenta, encajando en mi propio "disco duro" (inevitable metáfora del magín) lo que el autor me va contando. Es lo que me ha pasado con el último libro del físico Frank Wilczek, partiendo de un convencimiento que ambos compatimos, que el mundo es bello, transitorio y eterno (luego resuelvo la paradoja). 

Conviene formular las preguntas que tienen posibilidades reales de ser respondidas o que pueden abrir nuevos caminos. Es lo que hacen los científicos. Conforme a esto, "¿el mundo es una obra de arte?" sería una cuestión interesante si pudiera tener respuesta o, al menos, si al buscarla encontráramos por el camino algo interesante. Opino que, dentro de su aparentemente superficial absurdo, es, una buena pregunta porque nos puede llevar a explorar algunos puntos de vista poco frecuentes. 

Hay un primer camino que no parece conducir muy lejos, pese a parecer prometedor. Probablemente el arte y lo sagrado han estado unidos desde el principio aunque lo que ahora tomamos por tal sea profano. Algunos creen que el mundo es sagrado porque lo ha creado Dios. Otros creemos que el mundo es sagrado, precisamente, no porque lo haya creado ningún demiurgo, sino porque es el único que tenemos. ¿Y qué pasa sobre lo de llamar arte a una creación divina o casual? Muchos expertos críticos de arte, desde Duchamp en adelante, consideran paradójicamente que su materia de análisis ya no existe, aunque existió en el pasado, y por tanto, nada impide considerar al mundo así, lo forjara quién lo forjara (los humanos y su impronta obvia en él desde luego) así en su origen divino o causal casual. El físico Franz Wilczek, catedrático en el prestigioso MIT (Massachusetts Institute of Tecnology), premio Nobel de su campo, se ha hecho recientemente una pregunta muy parecida aunque no inédita ni mucho menos entre filósofos y científicos. Parte del hecho casi incuestionable de que los humanos admiramos la belleza, pero que esta no se encuentra sólo en las llamadas artes, como la pintura. Yo opino igual. Hay belleza en la ciencia, en una ecuación o en la teoría más expresiva. Veamos, reformulemos la pregunta: ¿el mundo encarna ideas bellas?

Wilczek sigue esa idea desde Platón y Pitágoras hasta la actualidad. Porque buscando las leyes que gobiernan el universo detectamos formas en las que los rasgos más distintivos son la simetría, que implica armonía, equilibrio y proporción, y la economía, en el sentido de ahorro y bella simplicidad. En su lógica más íntima y a menudo menos intuitiva, la que subyace a las que nos sugieren y tomamos a menudo por absolutas de nuestros sentidos, la belleza, definida así, insisto, parece mecer la cuna del mundo. Newton y antes Galileo, luego Maxwell, Einstein, Emmy Noether o Dirac, todos lo confirman. También en la extraña y antintuitiva física cuántica, las ecuaciones que rigen el comportamiento de los entresijos atómicos y de la luz son casi las mismas que las que obedecen... ¡los instrumentos musicales! Inesperadamente descubrimos también algo sobre nosotros mismos además de sobre el universo. Descubrimos que las reglas más profundas son algunas de las que de alguna manera ya sentíamos, como esculpidas en nuestros ser más íntimo. 

Y aquí reside un enorme conflicto. El mundo físico encarna la belleza y nosotros somos quizás lo únicos seres vivos capaces de percibirla. Pero el mundo físico encarna también el dolor, eso que los pesimistas llaman realidad, el conflicto, la miseria y el sufrimiento. La mayoría de las religiones se aprovechan de eso último, buscan otras “realidades” improbables y consoladoras fuera del mundo, aunque nadie sabe si existe otro (y el peso de la prueba debe recaer sobre ellos; no lo han conseguido). Pero solo los científicos y filósofos de talento y algunos profanos, como es mi caso, percibimos agudamente lo primero y no nos cansamos de indagar en esta belleza.

Surge otra idea que aclara mi paradoja inicial, que el mundo es transitorio y eterno. El mundo está en estado de flujo, cambiante, jamás inmóvil, todo en él está sujeto al cambio, nada es fijo, ni las rocas ni los astros, menos aún los seres vivos que no sólo mueren y se extinguen, sino que surgen y cambian. Por otra parte, el tiempo es su cuarta dimensión, o la n+1, no sólo en la física relativista, sino también en biología o en química. Pero los conceptos viven fuera del tiempo, nos liberan de él; son eternos, incluso los no 'falsables', como el de Dios.