lunes, 19 de septiembre de 2016

Una ‘fantástica’ novela






Recuerdo que fue la lectura de la saga de Terramar de la gran Ursula K. Le Guin la que me hizo reconsiderar mi escaso aprecio por el género de Fantasía que yo confundía con esos bodrios de espada y brujería del tipo Conan y que ha llevado a su excelsitud ese genio que se llama George R. Martin con su hábil plagio de la inglesa Guerra de las Rosas (Lancaster y York) en su truculento Juego de Tronos. También se confunde a menudo por el siempre por mi apreciado género de Ciencia Ficción (ya nadie puede traducir correctamente por Ficción Científica). Salvados pues tales prejuicios, he leído la excelente última novela de David Mitchell, el autor del Atlas de las nubes, ganadora del Worl Fantasy Award que también ganó en su día Le Guin. Relojes de hueso es una buena novela sin más, que da voz a muchos personajes en distintas épocas, desde los ochenta ingleses de los Talking Heads y el primer Camden hasta el futuro próximo de los años veinte del presente siglo. Diferentes épocas y culturas en una suerte de ventriloquía, ritmos, entonaciones, sonidos e inflexiones: una sinfonía. Ideas arriesgadas sumergidas en lo prosaico de la vida cotidiana, como recomendaba Cortázar. Entretenida y emocionante, electrizante, mágica…, es la típica novela que puede entusiasmar a los quinceañeros fanáticos de Juego de Tronos y a los viejunos resabiados como yo con muchas lecturas a sus espaldas. Una gran novela.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

El Quijote en La Torre de los Locos



Una muestra más de que Oriente y Occidente no pueden entenderse ni como compartimentos estancos ni como simples opciones humanas enfrentadas es descubrir —ya lo han hecho autores como Juan Goytisolo o Mathias Enard— que la primera novela moderna europea y la primera novela moderna árabe son… la misma: El Quijote. Cervantes atribuye esa obra augural a Sayyid Hamid Ibn Al-Ayyil, que él trascribe como Cide Hamete Benegeli (encantadora transcripción al castellano del siglo XVII). Así que ese primer gran loco de la literatura universal, que no sólo castellana o árabe, nace de un probable historiador morisco de La Mancha.



Podría hacerse un museo de la locura, la vertiente descontrolada del genio. En una esquina del maravilloso claustro de la Universidad de Viena se eleva maltrecha la Torre de los Locos. Ya contiene bastante del horror de la naturaleza en estado puro, porque en sus estancias mal guardadas por descuidados estudiantes de medicina se guardan los restos desordenados de un Narreturm, o sea, un gabinete de anatomía patológica, repleto de frascos de formol y de alcohol llenos de atroces tumores, fetos malformados, criaturas bicéfalas, quimeras, sirénidos, cálculos vesicales, órganos con chancros monstruosos, cuerpos muertos que sustituyen a espíritus torturados entre baldosas descabaladas en ese antiguo asilo de locos, un monasterio de la enajenación de ladrillos rotos y ventanas largas y estrechas que desde sus cinco pisos domina la hierba acolchada del parque donde los estudiantes comen sus bocadillos. Su visita no está nunca incluida en los itinerarios para turistas. Yo recomiendo eludir al severo bedel de la puerta principal del claustro y acceder al mismo por la puerta trasera de un estrecho callejón donde es posible cruzarse con el fantasma de otro gigante de la enajenación creativa, Kafka. (Mientras me como mi sanwich en la hierba junto a un grupo de guapas estudiantes pienso en la suerte de la Humanidad que siempre puede contar con la aparición de locos geniales, pocos pero suficientes para hacer del conjunto una torre sobre el resto faunístico del Planeta)


martes, 13 de septiembre de 2016

Oriente versus Occidente






Los músculos aceitados de los hombres bigotudos en los gimnasios tradicionales, los cuerpos velados de gasas de las bailarinas, el muecín llamando a la oración, las escenas de los serrallos, hamanes y harenes de Ingres o Delacroix... Cuando el ensayista y musicólogo palestino Edward Said publicó su famoso libro Orientalismo denunciaba la visión tópica y pintoresca, exotista, con la que los ojos de los occidentales contemplaban el Oriente. De alguna forma, señalaba Said, ese Oriente era un invento de esos occidentales. España de hecho, se convirtió en una suerte de ‘Oriente asequible’ para los viajeros románticos del XVIII en adelante, con nuestros bandoleros y gitanos. Sin embargo, contemplando apenado ese Cercano, tan cercano y tan lejano, Oriente sumido en guerras interminables y presa de un fanatismo islamista que poco tiene que ver con sus verdaderas tradiciones, hoy, repito, disiento en parte de Said. Creo que el error consiste en contemplar la historia de Oriente y Occidente como compartimentos estancos, cuando desde la España de los omeyas y la traducción al árabe de las principales aportaciones grecolatinas que junto con los monasterios irlandeses las hicieron pervivir en el Renacimiento, ambas tradiciones se han visto inextricablemente interrelacionadas y mutuamente influidas. Es mucho lo que en Occidente debemos a la cultura oriental y mucho lo que está debe esperar de los valores vigentes, aunque amortiguados de Occidente, empezando por el principal, los Derechos Humanos.


La primera gran obra moderna de ese género que conocemos como ‘literatura de viajes’ es el maravilloso De Paris a Jerusalén del gran Chateaubriand. Desde entonces, plagado de buenas intenciones, el camino entre ambos mundos se ha ido separando. No sólo el colonialismo, sino la incomprensión mutua y los tópicos han abierto esa brecha sin darnos cuenta que cuando los islamistas degüellan a un prisionero esa imagen ‘oriental’ horrible es igual de horrible y hasta oriental para un iraní o un egipcio modernos.


¿Cuántos de los que me leéis habéis hecho lo propio con esa maravillosa novela de Hedayat que se llama La lechuza ciega? El último premio Goncourt de novela —un premio, por cierto, que casi nunca defrauda—, la maravillosa Brújula de un jovencísimo Mathias Enard, repasa en una sola noche de insomnio en su apartamento de Viena (esa Vena que se marca como puerta de Oriente por el mero hecho de haber tenido a  sus puertas en dos ocasiones a los turcos) la vida del musicólogo Ritter, evocando todo lo aprendido y vivido en Estambul, Teheran, Alepo o Damasco que han marcado su biografía intelectual y sentimental, desfilando por su mente amigos y amores, literatos malditos, poetas persas modernos, orientalismos musicales como los de Listz y demás hechizos de Oriente. Viejo y cansado, el protagonista descubre tarde como siempre, que la vida es una sinfonía de Mahler que nunca da un paso atrás, nunca vuelve sobre sus pasos.


Desde el libro que adoraban y malinterpretaban los nazis del Conde de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (Gobineau no era antisemita, de hecho, considera la “raza judía” como una de las más nobles, sabias e industriosas y de las menos decadentes). Al final, tanto en Oriente como en Occidente, lo que se evidencia es la violencia de las identidades impuestas, el que llamemos ‘musulmán, a cualquiera que lleve el patronímico árabe o turco en su pasaporte. Una incomprensión mutua que produce ignorancia y muerte.




jueves, 1 de septiembre de 2016

La gran novela del siglo XX




Si tuviera que elegir la novela más relevante del siglo XX no me decidiría por En busca del tiempo perdido de Proust, el Ulises de Joyce, El Castillo de Kafka o Las Olas de Virginia Wolf sino por la voluminosa El hombre sin atributos de Robert Musil. La novela no reviste una forma tan radical y hostilmente experimental como los ejemplos anteriores y, pese a su extensión en cuatro volúmenes y además inacabada, es perfectamente legible. Aunque Musil se inició en la carrera militar a la que se destinaba a los aristócratas como él, su afición por la ciencia, que despegaba en la nueva física a comienzos del pasado siglo, era notoria, y se nota en la novela. El hombre sin atributos es un experimento mental posteinsteniano y hasta postfreudiano y postpicassiano. Es decir, Musil consideraba que la novela era el vehículo para expresar la filosofía de su época, pero al igual que Picasso quería mostrar el retrato simultáneamente de frente y de perfil o, como Einstein, ligar el espacio y el tiempo como dimensiones asociadas y relativas. Lo más paradójico es que a lo largo de su dilatada elaboración —desde 1920, trabajando a diario en ella— el libro acabó siendo superado por los celéricos acontecimientos históricos.



Comienza en 1913, en vísperas de la Primera Guerra Mundial y transcurre en el mítico país de Kakania, el apenas disfrazado Imperio Austro Húngaro y quizás es la respuesta más brillante a los acontecimientos que marcaron el inicio del siglo y su discurrir posterior. Además es imposible de malinterpretar, no contiene ambigüedad alguna. Hay tres temas diferentes engarzados sabiamente: la búsqueda del soldado Ulrich, su protagonista principal, que decidió estudiar ingeniería (como el autor) para después dedicarse a las matemáticas y convertirse en un intelectual. De la mano de Nietzsche intenta penetrar en el significado de la vida moderna y así descifrar los vericuetos mentales de otro personaje esencial llamado  Moosbrugger, asesino de una joven prostituta. Ulrich es un científico que ya no encuentra inspiración alguna en los enfoques científicos (nuevamente como el propio autor); echa en falta la pasión que le lleva a sumergirse en la bulliciosa vida social de la Viena de preguerra. El segundo tema es el amorío que Ulrich mantiene con su hermana Agathe, de la que se había separado en su infancia. El tercer tema es la sátira social de la Viena de la época. En 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, muere Musil en la indigencia en Suiza sin haber completado el cuarto volumen en el que llevaba trabajando décadas.  Dejó dichas unas palabras proféticas. “Hoy nos ignoran, pero en cuanto hayamos muerto se jactarán de habernos proporcionado asilo”.



En realidad el verdadero tema del libro me toca personalmente mucho, porque no es otro que profundizar en qué significa ser humano en una época dominada por la ciencia. Estoy dispuesto a admitir que alguien puede ser cabalmente culto hoy en día sin haber leído completo El Quijote, pero creo que nadie lo es sin haber leído atentamente El Hombre sin atributos, así que allá vosotros.