viernes, 21 de octubre de 2016

Despellejando los bosques





A la extraordinaria Annie Proulx le gusta el frío y lo grandes bosques, es decir, los boreales, los de Canadá en concreto, suficientemente al norte de un Bostón donde vive y se queja de la escasa nieve invernal. A sus 81 años ha realizado la hazaña de escribir una novela de más de 800 páginas que relata la brutal transformación de las selváticas tierras del Noreste de Estados Unidos y el Este canadiense. En esta impresionante novela el protagonista es el bosque de coníferas, pero a través de las peripecias de dos familias y muchas generaciones, desde finales del siglo XVII hasta nuestros días.



Leo todo lo que se traduce de Proulx, y he tenido la suerte de hacerlo mucho antes de que una de sus novelas y uno de sus cuentos se  convirtieran en dos muy estimables y famosas películas, pero que no alcazan ni de lejos la delicada textura de esos relatos escritos.



En esta última novela Proulx relata la historia del capitalismo extractivo (esquilmador) norteamericano (canadiense y estadounidense) que implica la rapaz destrucción de una tierra pródiga y de la vida de unas poblaciones recolectoras y cazadoras en armonía. Es evidente que Proulx comulga con un ideario sensatamente ecologista y conservacionista, podríamos decir, pero en su novela no hay simplismo ideológico, sino, por un lado, sutileza psicológica y sociológica para relatar la vida de personas muy distintas: empresarios, líderes políticos, indios, madereros, leñadores, almadieros, borrachos, mujeres maltratadas, otras violentas, hombres de empresa, hombres violentos, curanderos y médicos de Boston; y por otro, análisis muy perspicaces del proceso histórico de destrucción de estos bosques que se consideraban inagotables (y no lo eran) y que el traductor, correcto por lo general, insiste en utilizar el término insólito de “desboscaje” (deforestación). Casi oímos las palabras de un viejo maderero:


“—Los indios: ése es nuestro problema. Los indios no hacen un uso correcto de la tierra debido a su tosca costumbre de deambular y cazar. Como nos dice la Biblia, estamos obligados a hacer uso de la tierra. Y aquí hay tanta que uno puede utilizarla como desee y luego irse a otro sitio. Es imposible inculcar a los indios la noción de que el uso correcto de la tierra es desboscar, labrar, sembrar y cosechar, criar ganado, extraer minerales de una mina o explotar la madera. En resumidas cuentas, no son personas civilizadas. Y no son cristianos”.





Como la buena historiadora y periodista que durante mucho tiempo fue (se inició en la narrativa tardíamente, a los 50 años), es fascinante como Proulx combina los grandes procesos históricos con los pequeños detalles teñidos de una sutileza irónica que los hace más vividos:

“[…]; de pronto las tazas de té tenían asa, una moda afectada que, a juicio de Nicolaus, pronto pasaría. Y estaban los inventos de ese tal Franklin: los pararrayos que habían salvado centenares de iglesias y casas de la destrucción, y la estufa, que encerraba el fuego sin peligro. Eran tiempos apasionantes.”


Bueno, esta es una epopeya de la desforestación de un continente virgen, de ambición, éxitos, fracasos, sufrimientos, ascensos y caídas, de los vínculos de los humanos, los diversos humanos, con los bosques. Pero, con ser importante el tema, debo recalcar la prosa perfecta, sin adornos vanos, sin experimentalismos de sonajero, que puedo calificar de perfecta, de esta novela increíble y apasiónate. Supongo que la darán un premio. Ha sido traducida el mismo año, este, que se ha publicado en inglés en Estados Unidos.

Annie Proulx: El bosque infinito; trad. Carlos Milla Soler; Editorial Tusquets, Barcelona, 2016 (Me gusta más el título original en inglés: “Barkskins”; algo así como “Pieles de corteza”, pero el traductor no se atrevió). Por cierto, la bonita ilustración de la cubierta es de un cuadro que reproduce los bosques de sequoyas del lado contrario del continente a donde transcurre la novela. Una pijotería de otro amante de los bosques...


miércoles, 19 de octubre de 2016

La obligación moral con el uso del lenguaje





Hay que procurar ser preciso con el lenguaje, tratarlo con el respeto que merece un instrumento de primera magnitud, el que más. Aunque sólo sea porque ahorra trabajo y ayuda a precisar nuestro pensamiento. La única forma de lograrlo es leer, y leer diccionarios, que es además muy entretenido.

En el sentido de lo anterior, no hay que conceder demasiada importancia a los políticos (se expresan muy mal, a menudo a posta, para no decir diciendo). No sólo por su estupidez y deshonestidad, tan generalizadas, sino por las dimensiones excesivas de su tarea, incluso para los mejores y más escasos de entre ellos, y eso independientemente de cuál sea su partido, ideología, doctrina y hasta intenciones.

Sobre todo no escuchéis a los victimistas, a menudo independentistas, que representan el colmo de lo que denuncio en el párrafo anterior. En cierto modo, la parte más peligrosa del cuerpo humano es el dedo índice, ese que se usa para señalar, tan ansioso de culpables, tan parecido al cañón de un arma de fuego y tan opuesto, ese dedo índice tieso, al signo de la victoria con dos dedos. El victimismo, caso de que tenga fundamento, sólo prolonga el papel de la víctima y resalta el del verdugo, nos impide olvidarnos de él.

Si la democracia es el punto medio entre la pesadilla y la utopía, de ser intransigentes con algo, además de con los intentos frecuentes de convertir la utopía en pesadilla, hay que serlo con el mal uso del lenguaje que no solo explicita ignorancia sino que a menudo oculta malas intenciones. Hay más verdad en una página del María Moliner que en los discursos completos de toda nuestra Transición. Y está mucho mejor escrita.


sábado, 15 de octubre de 2016

Los lectores de Mc Curry











Leer un libro es un acto muy democrático. El libro en cuestión puede ser robado —con más ansias que si fuera pan—, prestado por una biblioteca pública (benditas sean) o comprado con el trabajo de taxista nocturno. La inversa en cierto modo también es muy democrática porque iguala a todos los efectos a los que jamás leen un libro, que son mayoría, con los que no saben leer, que aún son demasiados.

Pese a eso, hay una vasta secta que se extiende por el mundo, salta por encima de diferencias sociales, raciales y sexuales, de edad y de cualquier condición y si no mayoritaria, sí es tan numerosa que abarca a un santón de la India, a una mujer jirafa de Indochina y a un estadounidense que aguarda en una estación de autobuses o un chico guía de un elefante en Vietnam. Todos abstraídos, felices, luminosos.

Todos somos esos lectores del gran Steve McCurry, que se hizo famoso pese a su larga trayectoria por una sola foto: la de la niña afgana de ojos verdes de la portada del National Geographic. Es un fotógrafo al que vengo siguiendo hace años, sobre todo por su delicado tratamiento del tema de nuestras relaciones con los animales, su técnica impecable, su formalista composición y su colorido saturado. Ahora acaba de publicar un libro, Sobre la lectura, con prólogo del gran narrador de viajes Paul Theroux. Yo también he hecho fotos de lectores, sobre todo en parques de Londres, pero... no hay color (las de aquí abajo son mías):










jueves, 13 de octubre de 2016

Vivir sin leer no es vivir del todo (y Dylan premio Nobel)






De vez en cuando me vienen ramalazos de mi juventud libertaria y me pregunto sobre las posibilidades de sustituir el Estado por una biblioteca. Elegir a nuestros políticos, al menos, por su experiencia lectora y no por sus consignas. Preguntarles sus opiniones no sobre política internacional, sino sobre Dostoievski o Faulkner. El resultado no podría ser peor que el actual que promociona a los políticos por sus defectos públicos y jamás por sus virtudes privadas. No se puede vivir en este mundo negando la rueda (ni dejando de subirse en artefactos basados en ella), pero muchos viven negando el libro, que es un invento al menos tan esencial en la historia humana como aquella. El libro es un medio de transporte mucho más fantástico que nos permite recorrer el espacio de la experiencia de los mejores entre nosotros a la velocidad del paso de la página. Y en un buen libro siempre se puede confiar más que en un ser querido o un amigo como interlocutor válido, un diálogo, jamás un monólogo, entre escritor y lector, una conversación íntima, la más íntima entre las posibles.



Un hombre que tiene gusto, gusto literario dispone de una vacuna contra la esclavitud, un pasillo de contrabandista para escapar a la libertad, ya que es menos vulnerable a las cantinelas y los rítmicos conjuros de la demagogia política. He leído críticas al Presidente Obama basadas en que sólo sabe dar buenos discursos y no hace nada más. Pero hombre, es que hacer buenos discursos, y los de Obama me consta que suelen ser excelentes (yo creo que se los revisa Don De Lillo) pues alguno he leído, es salir de la mediocridad del estadista medio y está al alcance de muy pocos. El mal de carácter político, como el mal en general, implica un mal estilo; la estética es previa a la ética y nos viene desde la cuna, como demuestra el niño pequeño que llora y rechaza los brazos que le tiende el desconocido, y lo hace por elección estética, no moral. En ese sentido es como yo creo que hay que interpretar la conocida afirmación de Dostoievski de que la belleza salvará al mundo, o la de Matthew Arnold del papel salvador de la poesía.



Pero previamente, la educación es la salvación, pero la educación en el lenguaje no en las pericias profesionales con fecha de caducidad, pues la educación del habla nos salva de caer en las imprecisiones, y cualquier imprecisión puede provocar la irrupción en nuestra vida de una elección errónea. La literatura es el mejor sistema autodidacta para educarse, aunque sea porque implica la existencia de personas que pueden valorarla moral y lingüísticamente. Y debe exigir cierto esfuerzo, como la buena música frente a la mera pachanga. Los que dice que debe ser popular, hablar el lenguaje de la gente, pretenden que el Homo sapiens detenga su evolución para ser sólo un productor y un consumidor; más bien es la gente la que debería hablar el lenguaje de la literatura.



La literatura nos enseña el carácter privado de la condición hu mana. Leer es una actividad gozosa y absolutamente solitaria, aunque estemos rodeados de mastuerzos que gritan o que no apartan la vista de las pantallas de sus móviles. De alguna forma, el obvio animal social que somos se vuelve más individuo. Podemos compartir una comida, un amante o una vivienda, pero una obra de arte, y más en concreto de literatura, y aún más, un poema no se pueden compartir ni siquiera con la lectura en voz alta, cada receptor es uno y mantiene una relación directa, íntima y sin intermediarios con ese poema. Creo que esa es la razón de que el arte en general y la literatura en particular reciban tan poco apoyo por los paladines del bien común, los caudillos de masas. Un lector, por el mero hecho de serlo, es un individuo fuera de la masa, dueño de una vida propia, no impuesta ni dictada por otros. Además, cualquier sistema político (vuelve mi veta anarquista) o forma de organización social es por definición, como todo sistema, un pretérito que aspira a imponerse al presente, y a menudo al futuro. Por el contrario y otra parte, la parte quizá más importante, la lengua, como dijo Joseph Brodsky hablando de la poesía,  posee una colosal energía centrífuga conferida por todo el tiempo que tiene por delante, a la inversa que el lenguaje fósil de las consigas políticas que intentan implantar el pasado en nuestro presente y fijar el futuro. Creo que vivir sin leer no es vivir plenamente, es estar más expuesto a la manipulación, ser mera víctima de la historia y no ser dueño de la vida propia. 

              Anexo de última hora: Bob Dylan premio Nobel 2016


Muchos se han sentido escandalizados por la concesión del Nobel a Dylan, yo no; es más: me alegro. Primero, porque Dylan es un poeta además de un cantante y músico y que le den el premio a un poeta me parece estupendo, porque la poesía es la madre de la prosa, su maestra. Los mejores prosistas (que no los mejores narradores) son poetas porque la poesía es el arte de la concisión, la economía y el atajo fulgurante, del hallazgo semántico feliz, lo contrario de la redundancia y la verborrea. No estoy hablando de esa prosa supuestamente poética que me enerva, sino del buen dominio del idioma que se obtiene leyéndola. Yo recomendaría a los novelistas españoles jóvenes que leyeran a Juan Ramón, a Machado, a Lorca y a Cernuda, antes que a Galdós a Benet o a cualquier otro narrador. No deja de ser una paradoja que Bob Dylan tomara su nombre de guerra de un magnífico poeta galés, Dylan Thomas, al que admiraba profundamente y que jamás recibió el Nobel antes de morir tempranamente de neumonía, así que aquí hay una suerte de justicia poética en que se lo concedan a su homónimo estadounidense. En segundo lugar, porque dignifica la canción popular que no va de las tonterías de chico que ama a chica. En tercer lugar, porque las canciones de Dylan forman parte de mi educación sentimental y además es el mejor representante de esa década prodigiosa que fueron los 60 del pasado siglo. En cuarto lugar, porque a los que van de severos popes de la alta cultura les ha sentado fatal y en cambio Dylan es un autor que anula precisamente esas diferencias entre alta cultura y cultura popular. Finalmente, porque hay muchos ejemplos en el pasado de premiados que se lo merecían mucho menos que él (mírese el penoso caso de Echegaray, por no ir lejos de España)