sábado, 29 de abril de 2017

Las almas muertas




Si las novelas fundacionales de la literatura en castellano fueron las picarescas y El Quijote en la gran literatura rusa el gran antecedente es Nicolái Gógol y su Las almas muertas, que se me escapa el por qué la calificó de poema. El caso es que todos los grandes autores rusos de la generación posterior, Turguénev, Dostoievski, Tolstói, Chejov, Gorki, etc., no sólo reconocieron la maestría de Gógol sino a él como su padre espiritual y artístico. Las almas muertas, que he releído en reciente nueva traducción, es también una novela picaresca y no excluyo la posibilidad de que Gógol conociera ejemplos españoles anteriores en dos siglos, aunque la influencia europea en Rusia siempre ha sido más bien la francesa y la alemana.

Novela picaresca, pues, aunque con características muy rusas. Las ‘almas’ a las que se refiere el autor son las de los siervos de los terratenientes. Los latifundios no se jerarquizaban por su superficie o su producción, sino por el número de siervos, distribuidos en aldeas, que servían al señor. Un terrateniente podía tener menos de cien, o doscientos o varios miles de siervos. El protagonista, un pícaro, compraba almas muertas, es decir, cesiones de siervos fallecidos que aún no figuraban como tales ya que los censos siempre se establecían con retraso. De esa forma, adquiría extensiones de tierras y sus privilegios. En esencia esa es la trama que le permite al Gógol hacer un retrato irónico a menudo humorístico, despiadado pero delicioso de la Rusia de su tiempo la de los años treinta y cuarenta del siglo XIX.

Es importante insistir en el sabor peculiar de esa Rusia. Así las troikas, que no son como en su reciente acepción tres personas influyentes, sino el tiro de caballos rusos formado por un caballo de varas en el centro, que va al trote, y dos caballos laterales de refuerzo que corren al galope, alcanzado hasta 50 kilómetros por hora y que es el único enganche de estas características en el mundo. En su troika, con un lacayo y un conductor, el protagonista recorre meloso una remota provincia N, con capital en n (En Rusia esta letra cumple la función de indeterminación que entre nosotros cumple la x) que reúne todos los vicios y defectos de la Rusia del momento y que no son ni San Petersburgo ni Moscú. Se dedica entonces a comprar campesinos muertos para registrarlos como vivos y conseguir así tierras que se concedían a los que tuvieran un cierto número de siervos. Ofrece Gógol la versión más cruda y detestable del ser humano y, lamento decir, de vigencia más de dos siglos después en muchas partes.

Nicolái Vasílievich Gógol, de origen ucraniano, nació en una de esas cuarenta provincias del Imperio Ruso, Poltava, en el seno de la baja nobleza rutena, en 1809 y murió en Moscú en 1852, aunque practicó el teatro y la poesía fue el cuento y la novela por lo que fue más conocido. Su Las almas muertas está considerada la primera novela rusa moderna. Fue burócrata en la administración zarista de San Petersburgo a donde se trasladó joven tras la temprana muerte del padre y conoció a Pushkin que se convirtió en su amigo y protector. Pasó cinco años viviendo en Italia y Alemania, más brevemente en Suiza y Francia, y comenzó escribiendo cuentos cortos. En ese periodo de inmigrante escribió la primera parte de su gran novela y también la muy conocida por las versiones cinematográficas, novela histórica Taras Bulba.

“Gógol un hombre perfectamente instalado en la corte zarista había escrito Almas Muertas como un feroz fresco sobre sus contemporáneos pudientes. Cuando se le reprocha ese ataque, imprevisible en alguien de su posición, Gógol comienza a escribir una segunda parte de su novela a la que titularía Almas Blancas con el propósito consciente de revertir su visión anterior. Cuenta entonces (Gógol), que mientras estaba describiendo en trazos benévolos la conducta de sus personajes, la pluma se le desviaba hacia el grotesco, hacia la denuncia, hacia la disección de una sociedad viciada de corrupción. Así, las Almas Blancas nunca se publicó ya que Gógol quemó lo mucho o poco que llevaba escrito en la chimenea de su confortable cuarto de trabajo.” Así relata el escritor argentino Luis Tedesco la peripecia de la obra.


Hoy se conserva en Moscú su casa el bulevar Nikitski como museo del escritor. Sentido del humor, crítica social, uso frecuente de lo fantástico al estilo de Hoffman y prosa nada convencional, esta novela ha resistido impecablemente el paso del tiempo y sigue siendo muy atractiva para el lector actual. Hablamos, por tanto, de un clásico. 

Se me ocurre que las "almas muertas" en este país de siervos que es España son los millones que siguen votando a partidos inmersos en la más desvergonzada corrupcíón...
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Nicólai Gógol: Las almas muertas, Trad. Marta Rebón; Ed. Nórdica, Madrid, 2017

miércoles, 26 de abril de 2017

El lector en su torre





“Nada resulta tan nocivo como escuchar al vulgo, que considera un derecho aquello que aprueba la mayoría y moldea su comportamiento a partir del de quienes viven, no de acuerdo a la razón sino simplemente para ajustarse.” SENECA. De tranquilitate
Estoy convencido que los primeros cristianos habrían contemplado aturdidos, escandalizados y asombrados esas multitudinarias manifestaciones de fervor pagano e idólatra que son las procesiones de la Semana Santa española y en especial las andaluzas. No entenderían nada incluso en el caso de que reconocieran a los sujetos contorsionados de las imágenes como las de su panteón mesiánico. Para que tanta gente esté en concordancia es necesario que los individuos que la componen, como anónimos miembros intercambiables de un enjambre, no piensen nada. Por el contrario, los primeros cristianos estaban convencidos de que era más fácil conocer a Dios en la soledad. Eran por naturaleza ermitaños. Pero todo evoluciona, no siempre para bien.

Aquellos hombres creían que el intelecto era una facultad que las auxiliaba en la fe, a condición de no hacerse preguntas improcedentes. Los pocos que sabían leer leían sus textos sagrados. Algunos, huyendo de la confusa horizontalidad del mundo y la carne, se subían a una columna y se mantenían aupados en vertical años. Otros disponían de confortables aunque austeros torreones, probablemente ese es el origen de la Torre de Marfil. La curiosidad aún no existía o sólo en la medida que era una obsesión hacia su Dios. Por eso Dante condenaba al eterno curioso Ulises al círculo correspondiente de su intolerante infierno.

Surgieron sin embargo disidencias. Jerónimo había renunciado a los placeres de la vida, incluido el trato con su familia, pero no había podido renunciar —bendito sea— a su biblioteca. Estaba, no obstante carcomido por la culpa de haber reunido amorosa y cuidadosamente esa colección de libros y, según sus propias palabras, purgaba su culpa con ayunos y mortificaciones, pero después leía a Cicerón.

Fausto, el de Goethe, de pronto se sorprende en su torre aislada y comprende que no es más sabio, pero que esa sabiduría insuficiente le ha hecho perder lo único valioso, la fe. A partir de entonces y aún mucho antes la Iglesia siempre vio con sospecha a esos intelectuales rodeados de libros, no siempre sagrados, a menudo no, aislados en su torre.

Otros optaban por el camino, el peregrinaje, los libros son difíciles de trasportar, como sabe cualquiera que haya hecho la mudanza de una biblioteca; pero en realidad no se trata de la conducta enérgica del peregrino, guiado fatalmente a un destino, sino la del caminar ocioso del filósofo, como Platón y sus discípulos en la Academia, caminantes meditativos y lentos.

Pero el prestigio de la torre aislada se mantuvo: Montaigne (señor de su torre), Rabelais en Ligugé, Hölderlin en Tubinga (su cabaña antes de la de Thoreau), Leopardi en Recanati (Tengo proyectado un viaje para visitar todas esas torres abandonando, temporalmente la mía)… Mucho antes de que los modernos yupies acondicionaran granjas y molinos como segundas residencias confortables, el padre de Montaigne tomo una torre de defensa aneja a su palacio y convirtió sus cuatro pisos en un espacio habitable, la torre de las torres del intelectual. La planta baja, antigua capilla, la convirtió el hijo en su dormitorio, encima la biblioteca y en el ático de la torre una campana anunciaba las horas, alrededor la campiña de Burdeos. Retirarse del mundo para asumirlo mejor, la habitación propia que reclamaba Virginia Woolf para las mujeres con inquietudes intelectuales. Peter Handke, que ha recorrido muchos caminos, reconoció en una conferencia de los años sesenta que era un habitante de su torre de marfil.

No hay nada raro en esto. El verdadero lector siempre será un excéntrico que se sustrae de los asuntos comunes de la sociedad, de los motivos de interés de las masas. Ignora todo sobre los ‘famosos’ del momento y por qué son famosos, pero dialoga con los ojos con los sabios muertos, para él tan vivos. Los espacios abiertos de las multitudes son para estos lectores el infierno en la tierra.

Pero la Torre de marfil da mucho de sí como metáfora y ofrece al menos dos visiones contrapuestas, la de recoleto lugar de estudio y reflexión y la de escondite ante las responsabilidades que nos imponen el mundo y la sociedad. Es Hamlet condenado a la inacción por estar “enfermo de pensamiento”, aunque el mismo Hamlet nos aclara: “Quiero actuar, pero debo saber. De lo contrario, no puedo actuar”. That is the question; o sea, de eso se trata. 

(He localizado gentes que probablemente no meditan cuando leen ni cuando escriben ni cuando actúan y defienden la lectura breve e impulsiva de estos tiempos digitales. Los menciona el historiador de las comunicaciones Nicholas Carr, en Superficiales; son los que sugieren que "no deberíamos perder el tiempo llorando por la muerte de la lectura profunda; de todas formas [...] siempre estuvo sobrevalorada". Me recuerdan a ese cojo que aullaba en medio de una debandada "¡No corráis, que es peor")


domingo, 26 de marzo de 2017

El Israelí ignorado: Yehoshúa






Hay un venerable trío actual de escritores israelís que forman el triángulo de oro de las letras hebreas: Amos Oz, David Grossman (a no confundir con el ruso Vassili de Vida y Destino) y Abraham B. Yehoshúa. Los dos primeros me gustan, al tercero apenas lo había frecuentado. Lástima, aunque nunca es tarde: me parece el mejor. Magnífico, a menudo cómico, inexorable, nada complaciente, humano, inspecciona el nacionalismo israelí sin perder el punto de vista de los árabes palestinos, mezclando con habilidad ambos mundos, el mayoritario y no simplemente opresor de Israel y el minoritario, no sólo victimista, árabe, sus cohabitantes que se temen y se desconocen, unidos por un vínculo indestructible y enfrentados como miembros de una misma familia en conflicto pertinaz de secretos familiares y pecado original. Defensor a ultranza sin ser propagandista de la coexistencia de ambos pueblos, nostálgico y esperanzado, ardiente defensor de Palestina e Israel. Narrador con soltura, con un infalible registro de las voces en los diálogos y de los pensamientos en el diálogo interior de los personajes, espléndidamente trazados.

La extensa novela que me ha hechizado, La novia liberada, una de las ocho que tiene escritas, de 2001, es la historia de dos historias, una personal y la otra ambiental o política, magistralmente entrelazadas. Esas dos tramas principales protagonizadas por el mismo personales, un profesor de Historia de universidad, son dos enigmas: el porqué de la falta de entendimiento entre árabes e israelíes, y el porqué del inesperado divorcio de su hijo mayor que, tras un año de feliz matrimonio, es repudiado por su esposa. 

Como profesor de la Universidad de Haifa, el protagonista es guiado por una nueva Sherezade, una alumna árabe que le introduce en la clandestina Palestina a través de sus fiestas y comidas. A la vez, pero en su papel de padre y no de profesor, emprenderá una investigación para averiguar las causas de la ruptura del matrimonio de su hijo, aun sin recuperarse de la súbita pérdida. Así descubre dos armas secretas palestinas: la poesía y la literatura árabe, especialmente las antiguas preislámicas, el alma secreta de un pueblo, y otros ambientes, como la encantadora pensión que regentan sus exconsuegros en Jerusalén. Una delicia de perspicacia, tolerancia y arte de narrar. Repetimos: la novela que me inducirá a leer las otras siete, se llama La novia liberada y es de 2001.