miércoles, 26 de abril de 2017

El lector en su torre





“Nada resulta tan nocivo como escuchar al vulgo, que considera un derecho aquello que aprueba la mayoría y moldea su comportamiento a partir del de quienes viven, no de acuerdo a la razón sino simplemente para ajustarse.” SENECA. De tranquilitate
Estoy convencido que los primeros cristianos habrían contemplado aturdidos, escandalizados y asombrados esas multitudinarias manifestaciones de fervor pagano e idólatra que son las procesiones de la Semana Santa española y en especial las andaluzas. No entenderían nada incluso en el caso de que reconocieran a los sujetos contorsionados de las imágenes como las de su panteón mesiánico. Para que tanta gente esté en concordancia es necesario que los individuos que la componen, como anónimos miembros intercambiables de un enjambre, no piensen nada. Por el contrario, los primeros cristianos estaban convencidos de que era más fácil conocer a Dios en la soledad. Eran por naturaleza ermitaños. Pero todo evoluciona, no siempre para bien.

Aquellos hombres creían que el intelecto era una facultad que las auxiliaba en la fe, a condición de no hacerse preguntas improcedentes. Los pocos que sabían leer leían sus textos sagrados. Algunos, huyendo de la confusa horizontalidad del mundo y la carne, se subían a una columna y se mantenían aupados en vertical años. Otros disponían de confortables aunque austeros torreones, probablemente ese es el origen de la Torre de Marfil. La curiosidad aún no existía o sólo en la medida que era una obsesión hacia su Dios. Por eso Dante condenaba al eterno curioso Ulises al círculo correspondiente de su intolerante infierno.

Surgieron sin embargo disidencias. Jerónimo había renunciado a los placeres de la vida, incluido el trato con su familia, pero no había podido renunciar —bendito sea— a su biblioteca. Estaba, no obstante carcomido por la culpa de haber reunido amorosa y cuidadosamente esa colección de libros y, según sus propias palabras, purgaba su culpa con ayunos y mortificaciones, pero después leía a Cicerón.

Fausto, el de Goethe, de pronto se sorprende en su torre aislada y comprende que no es más sabio, pero que esa sabiduría insuficiente le ha hecho perder lo único valioso, la fe. A partir de entonces y aún mucho antes la Iglesia siempre vio con sospecha a esos intelectuales rodeados de libros, no siempre sagrados, a menudo no, aislados en su torre.

Otros optaban por el camino, el peregrinaje, los libros son difíciles de trasportar, como sabe cualquiera que haya hecho la mudanza de una biblioteca; pero en realidad no se trata de la conducta enérgica del peregrino, guiado fatalmente a un destino, sino la del caminar ocioso del filósofo, como Platón y sus discípulos en la Academia, caminantes meditativos y lentos.

Pero el prestigio de la torre aislada se mantuvo: Montaigne (señor de su torre), Rabelais en Ligugé, Hölderlin en Tubinga (su cabaña antes de la de Thoreau), Leopardi en Recanati (Tengo proyectado un viaje para visitar todas esas torres abandonando, temporalmente la mía)… Mucho antes de que los modernos yupies acondicionaran granjas y molinos como segundas residencias confortables, el padre de Montaigne tomo una torre de defensa aneja a su palacio y convirtió sus cuatro pisos en un espacio habitable, la torre de las torres del intelectual. La planta baja, antigua capilla, la convirtió el hijo en su dormitorio, encima la biblioteca y en el ático de la torre una campana anunciaba las horas, alrededor la campiña de Burdeos. Retirarse del mundo para asumirlo mejor, la habitación propia que reclamaba Virginia Woolf para las mujeres con inquietudes intelectuales. Peter Handke, que ha recorrido muchos caminos, reconoció en una conferencia de los años sesenta que era un habitante de su torre de marfil.

No hay nada raro en esto. El verdadero lector siempre será un excéntrico que se sustrae de los asuntos comunes de la sociedad, de los motivos de interés de las masas. Ignora todo sobre los ‘famosos’ del momento y por qué son famosos, pero dialoga con los ojos con los sabios muertos, para él tan vivos. Los espacios abiertos de las multitudes son para estos lectores el infierno en la tierra.

Pero la Torre de marfil da mucho de sí como metáfora y ofrece al menos dos visiones contrapuestas, la de recoleto lugar de estudio y reflexión y la de escondite ante las responsabilidades que nos imponen el mundo y la sociedad. Es Hamlet condenado a la inacción por estar “enfermo de pensamiento”, aunque el mismo Hamlet nos aclara: “Quiero actuar, pero debo saber. De lo contrario, no puedo actuar”. That is the question; o sea, de eso se trata. 

(He localizado gentes que probablemente no meditan cuando leen ni cuando escriben ni cuando actúan y defienden la lectura breve e impulsiva de estos tiempos digitales. Los menciona el historiador de las comunicaciones Nicholas Carr, en Superficiales; son los que sugieren que "no deberíamos perder el tiempo llorando por la muerte de la lectura profunda; de todas formas [...] siempre estuvo sobrevalorada". Me recuerdan a ese cojo que aullaba en medio de una debandada "¡No corráis, que es peor")


4 comentarios:

  1. Una torre me parece demasiado. Con un ático con vistas me conformo. ;-)

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    1. De acuerdo, pero reconoce que un 'ático de marfil' no funciona tan bien como metáfora

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  2. Fervor pagano e idólatra... Puede que sea exactamente así. Y con cierto componente talibán: yo, que de Sevilla soy -y no lo lamento-, no me atrevería a repetir en Sevilla tus palabras por miedo a ser condenado al ostracismo. Uno sabe con los bueyes que ara.
    Saludos. Te leo desde hace tiempo.

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