lunes, 30 de enero de 2017

Arquitectura y novela



Algunas de mis novelas favoritas tienen como entorno protagonista el 'natural' o agreste, pero también algunas de mis favoritas optan por el entorno tradicional que hizo surgir a la novela como género a la vez que a una clase social, la burguesía, la ciudad. Lo urbano está presente explícitamente en relatos como el de Ítalo Calvino de Las ciudades invisibles o como opresivo ambiente en otras como Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin, pero nunca había leído una novela extraordinaria donde la arquitectura y el urbanismo estuvieran tan presentes como excurso teórico y como entorno definitivo. Me refiero a la novela  Franciska Linkerhand de la tempranamente desaparecida alemana Brigitte Reimann estupendamente traducida, prologada y anotada por el que fue director del Instituto Cervantes en Múnich Ibon Zubiaur. En ella, la autora desarrolla la descripción de un mundo desaparecido y tempranamente olvidado, el de la extinta RDA, la República Democrática de Alemania, o, si se prefiere, la Alemania Oriental tras el telón de acero. Y es además una historia de un amor fou, remedo de la agitada vida sentimental de la autora, casada cuatro veces y muerta antes de cumplir los cuarenta cuando no había acabado de escribir esta fascínante y vasta novela.

Franciska es una arquitecta proveniente de una culta familia de editores en un país en construcción, la aludida RDA que afronta su primer trabajo bajo un doble extrañamiento, alejada de los suyos y de la gran tradicional ciudad que habitaba. En ese desierto que es Neustadt (literalmente ‘ciudad nueva’) se enfrenta al reto de conciliar opuestos como representación del hoy y el mañana; la desangelada y urgente construcción de bloques apara alojar una población creciente de inmigrantes tras la Segunda Guerra Mundial, y la preservación de la calle alegre y viva de la ciudad con tradición urbana. Lo necesario y lo bello. La autora mantuvo una relación, plasmada en un libro que recoge sus cartas con el arquitecto alemán Hermann Henselmann, el arquitecto más famoso del país y una suerte de pigmalión exuberante, recogidas en un volumen epistolar, En la ciudad del mañana, también recientemente traducida. De hecho, el hilo conductor de la novela es el encaje de la arquitectura en la construcción avanzada del socialismo. La Republica Democrática alemana padeció a lo largo de toda su breve existencia una escasez crónica de vivienda, porque a los destrozos de la guerra hubo que sumar los cuatro millones de desplazados de las provincias orientales. El régimen se volvió loco en la construcción de nuevas ciudades junto a  los grandes centros energéticos, entornos de por sí hostiles. La apuesta por la construcción industrial en módulos prefabricados (los famosos Plattenbauten) permitía abaratar los costes y acelerar los ritmos, pero a costa de una uniformidad poco atractiva. Ese urbanismo germanooriental no dejaba de ser una variante pobre del que dominaba en esos años en toda Europa: el movimiento moderno que nos legó no sólo las banlieues y las ciudades dormitorio, sino barrios enteros con mucho césped (destinado a convertirse en barro) entre los edificios, pero sin vida en común. “Un desastre porque la ciudad incumple su función al no fomentar las comunicaciones sino entorpecerlas, al no mezclar los espacios vitales y las actividades de sus habitantes, sino separarlas”, se dice en la novela. Esa es precisamente la propuesta del urbanismo ‘moderno’: separar las funciones para simular idilios, o sea “cargarse la calle”, que a fin de cuentas es lo que proponía Le Corbusier, un arquitecto estupendo y un urbanista lamentable en mi opinión (la mayoría de los arquitectos, que ejercen el monopolio del urbanismo, son malos urbanistas, salvo los muy interdisciplinares, como McHarg).

Los reparos de uno de los dos arquitectos en liza en la novela, la protagonista, a tal urbanismo cartesiano eran de una novedad revolucionaria en esos años y no han perdido nada de su actualidad tras décadas de desenfreno constructivo como bien sabemos en España. Todo esto se refleja en la novela sin la sistematicidad de los tratados pero con la riqueza de numerosas historias y tramas paralelas, por un lado, la de un brillante profesor que concibe la arquitectura como arte y como misión, por otro, un gris arquitecto municipal que debe gestionar un presupuesto limitado para alojar al mayor número posible de personas.

La novela es muchas otras cosas, una historia de emancipación femenina, una gran historia de amor, un relato político (la novela se publicó en su país en forma expurgada por la censura, la versión completa es la traducida ahora al castellano), el despliegue, como he indicado, de un mundo desaparecido en la forma de una república socialista en los primeros sesenta y sobre todo, una novela espléndida que no importa que quedase inacabada. Es más, este lector sospecha que si a la autora no la hubiera sorprendido la muerte tampoco hubiera sabido (o necesitado) acabarla.

A lo largo de mi vida profesional he tratado con numerosos arquitectos, brillantes unos, mediocres otros, pero casi ninguno era buen lector de novelas. Una pena, porque una novela ambiciosa es lo que más se parece a una ciudad y de hecho, las buenas novelas, como esta, se habitan igual que las ciudades, y las ciudades se ‘leen’ igual que las novelas.


viernes, 27 de enero de 2017

Los amantes de los libros




Somos el último e indispensable eslabón de una cadena trófica que va desde el que escribe en su casa en zapatillas, hasta el editor avispado, el diseñador con buen gusto, el vendedor experto. Los amantes de los libros pertenecemos a una minoría de humanos muy extravagantes. En primer lugar pero no sólo, somos lectores, algo ya en desuso paradójico en un mundo donde la alfabetización ha alcanzado los mayores niveles. Pero  además amamos al objeto peculiar que es el libro. Y tenemos prioridades ciertamente insólitas, como cargar con un pesadísimo volumen de fotografías de Nadar en el que nunca habíamos pensado desde una librería de lance hasta nuestro domicilio sin ascensor, como un Sisifo especialmente pertinaz, o consideramos indispensable hacernos con un volumen, tampoco liviano, del Hermes Trismegisto en buen estado con textos latinos y griegos. Nuestros paseos por nuestras ciudades incluyen paradas en librerías especializadas en alternativas sesentayochistas, fanzines y cómics, librerías de saldo, de anticuarios (inasequibles a nuestros bolsillos) y por supuesto para terminar en nuestra librería favorita generalista donde sus libreros no saludan como a los parroquianos beodos y asiduos los taberneros.


Una vez llegado a mi librería favorita, intercambio saludos, depósito mis bolsas tras el mostrador —un privilegio de los clientes como yo— y me dirijo a las mesas de novedades como el buscador de oro balancea su lebrillo en busca de oro entre las arenas. Compruebo que ya ha salido el libro que se anunciaba de ese prolífico filósofo, me sorprendo de la nueva edición de un clásico, aunque yo prefiero sin duda la que tengo en casa, el inevitable best seller que aparto con desdén pero que el librero ha dispuesto destacadamente porque sus previsibles buenas ventas le ayudan a cuadrar sus precarias cuentas, observo con aprobación a una bonita muchacha que ojea interesada un libro que yo leí, y me gustó, hace años. Estoy en mi salsa.


El amante de los libros comparte con el amante de las mujeres el placer de la expectación, del hecho aún no consumado pero ya muy posiblemente placentero. Como los amantes sin más, nos complacemos en los olores y las texturas al tacto, una buena encuadernación como unas caderas firmes, un olor a buen papel, como el olor fresco y limpio de una piel, el de la tinta como promesa de una intimidad. Finalmente, los libros se abren igual que las mujeres, el igual pueden resultar hóstiles o acogedores. Como el gusto por el buen sexo, la afición desmesurada a los libros se genera en la adolescencia y el mejor entorno son esas estanterías pulcramente abarrotadas donde meditan y nos esperan las cosas buenas del saber, el concilio de los libros.


Nunca me pasa desapercibido ningún hombre leyendo en un banco —a veces los he fotografiado—, ningún joven con un libro bajo el brazo, ningún lector en un vagón de metro rodeado de autohipnotizados manipuladores de telefonillos, los reconozco como pertenecientes a mi misma secta. Venero también esas arcas de Noé que son las bibliotecas públicas, santuarios de nuestra devoción, ciudadelas de la memoria donde escuchamos con los ojos a los mejores entre los muertos. Pero las grandes bibliotecas públicas, como las prisiones, sólo permiten las visitas a los libros, nunca su posesión y eso es algo que suscita reverencia pero no el amor posesivo y recóndito de la librería propia. Muerta es la morada en la que no hay libros, en la que no entran con cierta frecuencia otros nuevos, nuevos amigos, más placeres.

lunes, 23 de enero de 2017

Las primeras fotografías de escritores





Parece ser que la primera fotografía que se tomó de un escritor, apenas dos años después del invento de Daguerre fue la de Balzac, un 'famoso' en su tiempo, me temo que ahora no tanto; les siguieron la de Thomas de Quincey, Allan Poe y Baudelaire. La de De Quicey es la foto de un espectro de otro tiempo, la de Poe la de un fracasado y la Baudelaire la de un exaltado; la de Balzac la de un burgués satisfecho. Estas fotos creo que dicen más del arte y la técnica del retrato en esa época que de los modelos. Salvo las miradas. Todas estas fotos evidencian que una imagen, una foto, no valen las miles de palabras que estos genios dejaron escritas, ni falta que hace, y que la cara ni es el espejo del alma ni dice mucho de otro talento que no sea el del fotógrafo que las hizo, no del modelo.

Con el tiempo, las fotos de escritores se han convertido en la ilustración de la contraportada de los libros de tapa dura o de la solapa interior. Un mero complemento de las miles de palabras contenidas dentro del libro. Me parece ajustado. 

viernes, 20 de enero de 2017

Los cuentos de hadas son para niños, pero no sólo



El golf por ejemplo es la forma discretamente vergonzante que tienen los adultos de seguir jugando a las canicas, el ‘gua' del argot madrileño en mi infancia. Muy a menudo la forma de estupida suficiencia de los adultos les condena a prescindir como infantiles de poderosos instrumentos; el juego es uno de ellos; otro más concreto son los cuentos de hadas. Al igual que la Biblia no es una lectura edificante, en el sentido pacato y convencional del término, sino interesante, los cuentos de hadas son terribles, crueles e ilustrativos. Entiendo por cuentos de hadas cuentos maravillosos, los fairly tales, los marchen alemanes, donde no abundan los hadas, como veremos, pero hay animales parlantes, madrastras malvadas, jóvenes arriesgadas y en general relatos inicialmente orales de muy diversos orígenes geográficos pero que significativamente presentan historias muy similares que han dado lugar a diversas teorizaciones, desde las de Mircea Eliade a las famosas de Bruno Bettelheim. Paradójicamente, ya que en tiempos recientes dejaron de ser el entretenimiento en forma de relatos orales de las gentes de todas las edades al amor de la lumbre para convertirse en ñoñas lecturas edificantes para niños, muchos de sus recopiladores como los alemanes hermanos Grimm o los noruegos Andersen, los expurgaron de todos los elementos sediciosos, sexuales y en definitiva atractivos. Eliminar el lenguaje grueso era un proceder normal en el siglo XIX para convertir en entretenimiento aceptable a los burgueses urbanos este ocio literario tradicional de los pobres rústicos, en particular de sus retoños de esta clase social ascendente. Así comenzaron a desvirtual el cuento popular y los mensajes enterrados en los mismos. La llegada de la peste de Walt Disney remató la faena. Pero ya otros antes, con tanto elfo y tanta hadita había contribuido a lo mismo.

Por eso es tan importante la recopilación de Ángela Carter que comentaré aquí, que recupera esa esencia oral y universal en el sentido de para todas las edades. Los cuentos proponen “modelos de comportamiento humano” (Mircea Eliade) que dotan de “sentido y validez” a la vida. Se asemejan superficialmente al mito ya que ambos prestan atención primordial al rito de iniciación o de pasaje, las famosas pruebas que debe superar el protagonista, en el que un yo muere y renace en un plano superior de existencia. Están cargados de sentido de la vida. Pero el cuento deja claro que se dirige a cualquier persona normal y que su héroe es un mortal cualquiera, tanto al principio como al final de la historia, una vez superadas todas las pruebas, después de haberse autorrealizado. El mito no es apto para formar la personalidad del niño, el héroe es a menudo inmortal, lejano y ajeno, revestido de cualidades sobrenaturales y además, los dioses se inmiscuyen de continuo en sus peripecias y dirigen la trama con sus intromisiones. No proporcionan una guía, como sí los cuentos, son pesimistas a menudo. Los cuentos proporcionan una guía para integrar la personalidad que incluye la satisfacción incluso de impulsos inconfesables y la victoria de ese yo freudiano; le garantizan un final feliz, no proyectan como en el mito una personalidad perfecta e inalcanzable. Hace poco me enteré de que la medicina tradicional hindú lleva siglos utilizando el poder curativo de los cuentos maravillosos en casos de desintegración de la personalidad, pues es una práctica habitual entregar al paciente de cualquier edad una historia para que reflexione sobre el mal que le provoca el trastorno.

Luego vino una época que aún vivimos de decadencia y hasta desprestigio del cuento de hadas. Su crueldad evidente, sus imágenes sangrientas, escatológicas, de estereotipos poco edificantes y nocivos fueron considerados inadecuados para los niños. Como la lectura de la Biblia para los creyentes católicos.

Lo cierto es que los niños son crueles, entre otras cosas, como generosos y buenos; son destructivos, como se puede constatar en el destino de los regalos después de Reyes o un cumpleaños, agresivos, y por tanto no se les ofrece un espejo en el que reconocer sus propias pulsiones inamisibles, se sienten solos, sacan la conclusión de que nadie comparte con ellos su ‘maldad’, sus vuelos inconfesables de imaginación, carecen de guía, atados a la televisión o los videojuegos. Sin hoja de ruta para vencer sus miedos, para admitirse a sí mismos, para progresar hacia finales felices. Todo eso se lo proporcionaban los cuentos. También me gustan mucho las fórmulas retóricas de cuento de viejas comadres, el "Había una vez", del cuento en inglés y en francés, o la variante española de "Érase una vez", incluso recalcando su falta de veracidad: "Había y no lo había", o la variante armenia, precisa y misteriosa: "Hubo un tiempo y un no tiempo...". Cuando oímos una de estas fórmulas sabemos de antemano que lo que vamos a oir no tiene pretensiones de verosimilitud, que la Madre Ganso puede contar mentiras, pero, paradójicamente, no te va a engañar. Todos los cuentos armenios acaban de la misma manera, podemos extraer ese final retórico precioso: "Del cielo cayeron tres manzanas: una para mí, otra para el narrador y otra para la persona que os ha entretenido".

Hacia la mitad del siglo XIX, la mayoría de los europeos eran analfabetos y además muy pobres. En fechas tan próximas como 1931, el veinte por ciento de los italianos adultos no sabían leer ni escribir, y el el sur la cifra era del cuarenta por ciento; en España no disponemos de datos pero era probablemente mayor. Hoy en día, en regiones como América del Sur y Central, África y Asia muchos de sus pobladores siguen en la pobreza y el analfabetismo y muchas culturas ilustres siguen sin documentos escritos o, como el somalí, se ha empezado a plasmar por escrito relatos propios hace muy poco, pero la gloria de literatura somalí no es menor por el hecho de haber existido sólo en los labios y en la memoria de sus hablantes.

La inglesa Ángela Carter, nacida en Inglaterra en 1940 y muerta prematuramente en 1992 a los 51 años, fue periodista y graduada en literatura inglesa, autora de varias novelas de éxito como La juguetería mágica (1967) o Noche en el circo (1984) y volúmenes de relatos como La cámara sangrienta (1979) o En compañía de lobos (1984). Bajo el título de Cuentos de hadas de Ángela Carter, recopilados en dos volúmenes entre 1990 y 1992, se dedicó a buscar relatos orales en todos los continentes que ofreció sin apenas alteración desde su oralidad. La versión en castellano que ahora se ofrece los contiene íntegros en un solo volumen bien traducido y con introducciones muy sabrosas de la propia autora y de la traductora.

Al revés que la admonición habitual, sean niños y no se los pierdan.

martes, 10 de enero de 2017

Los traductores no son traidores, son héroes, mis héroes






En el siglo V a. C. en Israel ya no se usaba el hebreo como lengua habitual. La lengua común era el arameo, la lengua de Cristo. Para que la gente entendiera las Escrituras que estaban en hebreo el rabino las leía directamente de la Torá y un traductor a su lado, el targumán, las traducía versículo a versículo. Los targumanes tenían prohibido poner esas traducciones por escrito, porque era tabú pervertir los textos sagrados en otro idioma que no fuera el utilizado supuestamente por Dios.

En el siglo XV Colón no tenía ese problema hasta que llegó supuestamente a Asia y se encontró con los indios tainos. Como todo mercader y marino culto de la época, hablaba siete u ocho idiomas (¿el castellano con acento gallego o con tonillo genovés?)

Yo no soy una persona muy culta. Nadie puede reclamarse verdaderamente culto si, como yo, no se expresa fácilmente más que en su idioma natal, tiene un conocimiento de lenguas próximas como el francés o el inglés que solo le permiten leer fábulas sencillas o artículos técnicos, pero no a Proust o a Joyce, que además desconoce las lenguas muertas básicas en Occidente del latín y el griego, que se pierde en la maraña de la matemática avanzada y que no sabe leer una partitura ni tocar un instrumento… en fin. Lo que soy es un tío muy leído y, visto lo anterior, que lee muchas traducciones. Estoy enormemente agradecido a los traductores, esos artesanos y a menudo verdaderos artistas tan poco reconocidos y tan mal pagados.

La traducción requiere un muy buen conocimiento del idioma de partida y un excelso dominio del de llegada, o sea, el que poseen los buenos escritores, y eso implica imaginación y no sólo gramática y vocabulario. Por ejemplo —que ya mencioné en una ocasión pasada— , cuando uno en lugar de traducir el hamletiano That is the question, por la manida “Esa es la cuestión” lo tradujo por la fresca y precisa “De eso se trata”. O la primera frase de Moby Dick en lugar de la consabida “Llamadme Ismael” por “Podéis tutearme”. Genial, ¿no?

El dilema de una buena traducción se establece entre dos extremos irreconciliables: la fidelidad literal al texto, esto es, la literalidad, o bien, la fidelidad al espíritu y el aroma de la obra, esto es, la recreación. Ambos extremos absolutos son nefastos, claro, y producen bodrios, pero en el medio se establece la traducción si no perfecta, que eso no existe, sí buena, satisfactoria. Yo he hecho el experimento de leer El Quijote en inglés teniendo el original en castellano a la vista, y es absolutamente ilustrativo de lo que digo, cómo el brillante traductor al inglés solventa ciertos problema que le plantea el texto.

Ese debate ha existido a lo largo de la historia siempre, desde los remotos tiempos heroicos de la traducción de la Biblia al griego (la conocida como Septuaginta) en la Alejandría clásica por los famosos setenta y dos sabios hebreos (aposentados aislados en celdas individuales todos dieron la misma y exacta traducción puesto que había sido inspirada por Yahvé) en tiempos de Ptolomeo II Filadelfo, hasta la época en que los traductores eran gentes de poder, sabios y reyes, como el dálmata (hoy diríamos croata) San Jerónimo o el castellano Alfonso X El Sabio, hasta llegar a los tiempos en que con ello se ganan la vida mis esforzados barba de tres días, cenicero repleto de colillas, pijama y pantuflas y taza de café y a menudo injustamente anónimos héroes, aunque ya se ha conseguido que su nombre aparezca en portada bajo la del título y el autor.

Pero en esta época los dos extremos están representados por dos escritores insignes, Nabokov y Borges. Nabokov era trilingüe y no leía traducciones porque no confiaba en absoluto en ellas, como más recientemente Thomas Bernhard. Esto no le impidió emprender la monumental traducción del Eugenio Oneguin de Pushkin. La traducción al inglés de Nabokov es legendaria porque es literal palabra por palabra, y naturalmente ilegible. No es que no haya rima, sino que no hay pretensión formal de ninguna clase. A esta edición le acompañaron dos volúmenes de notas (la nota a pie de página de un traductor es la confesión de un fracaso, incapaz de verter adecuadamente una expresión) e incluso quiso añadir un volumen más con el original en cirílico, pero ahí el editor norteamericano se negó. Es el insulto más grande que se haya podido hacer contra el oficio de traductor. Eso no le impidió traducirse al inglés sus primeras novelas rusas, cambiando cosas a menudo, corrigiendo y finalmente consiguiendo versiones excelentes de su propia obra, pero a Pushkin lo destrozó supuestamente honrándole.

El caso opuesto es el de Borges. Este opinaba que la traducción puede recrear el original, para unos nuevos lectores de otra época y darle vida. Su versión del Faulkner (un escritor absolutamente opuesto en estilo al argentino) de Las palmeras salvajes, en la que incluso añade párrafos y diálogos inexistentes en el original o suprime otros, contradice toda la deontología de la traducción. Pero hay quien dice que la versión de Borges es mejor que el texto de Faulkner. En realidad Borges no tradujo: versiono, que es costumbre antigua que se hacía con los clásicos como Ovidio o Virgilio cuando no había tanto reparo con los derechos intelectuales.

Más próximo a nosotros en el espacio y lejano en el tiempo son las traducciones de los dramas de Shakespeare por nuestro Leandro Fernández de Moratín, en las que pretendía mejorar el original, pulirlo de groserías y adaptarlo al ñoño gusto burgués de su época. El resultado fue desastroso y todavía pueden encontrarse en las librerías de viejo algunas de las tropelías que perpetró con el isabelino.

Sólo veo un problema actual, al margen de las malas traducciones y del precario estatus del sector y es el dominio absoluto, imperial y colonial, del inglés que implica un dominio, a su vez, cultural por medio de la traducción. Aproximadamente (según datos oficiales de la asociación internacional de traductores profesionales) un setenta y cinco por ciento de las traducciones que se hacen en todo el mundo son del inglés, mientras que en el mercado anglosajón sólo un cinco por ciento de los libros editados son traducciones de otros idiomas, fundamentalmente los cuatro o cinco consabidos. Eso da una idea de la pobreza de la cultura actual anglosajona, tanto como de su hegemonía. Y todo ello a pesar de que en el mundo hay casi los mismos hablantes en inglés (cuatrocientos millones) que en español (trescientos cincuenta millones). El resultado es una forma global de ignorancia que compartimos todos, porque ¿cuánto se traduce del croata, del finés, del nigeriano…?