jueves, 24 de noviembre de 2016

Ser escritor




Importa el tono, la elección de las palabras. Propongo un ejercicio: un pequeño relato que contenga la palabra ‘picha’, y no vale sustituirla por otros sinónimos más acordes con cierto gusto, y a la vez intentar mantener un tono elevado y distante. Veréis como esa exigencia marca un cierto tono que no tiene que ver con el estilo, sino con algo incluso más básico y a la vez evanescente. Si en lugar de picha propongo ‘chiripitifláutico’, comprobaréis lo difícil que es mantener un tono, digamos, elevado, serio y poco ñoño. La primera tarea del escritor es, obviamente además, elegir las palabras que jamás son sinónimos estrictos, como no lo es tonto, que bobo, que imbécil, que gilipollas. Y así comienzo escribiendo mi novela negra: 
“Siempre me he considerado un gilipollas por no querer llevar pistola, pero aquella mañana, agobiado como estaba por los que me seguían, fue lo primero que hice tras tomar café: colgarme mi Smith & Wesson de la presilla de mis ‘chinos’ y en cambio se me olvidó afeitarme…”


En las universidades de Estados Unidos proliferan los cursos de escritura creativa. Los suelen impartir escritores y en una sociedad tan competitiva como aquella los diversos campus intentan reclutar a los escritores más famosos. Ser un buen escritor no garantiza en absoluto saber enseñar a escribir. Es más, ¿se puede enseñar a escribir más allá de una cierta corrección?, porque el talento parece que no tiene que ver con eso. Sin embargo, tienen mucho éxito estos cursos en un doble sentido. Por un lado, son seguidos y reclamados por muchos alumnos que desean convertirse en escritores a su vez, cosa que no sucede, qué sé yo, con la antropología de las religiones o cualquier otra improbable materia. En segundo lugar, porque de varias de esas aulas han salido escritores muy meritorios. En estos lares las universidades españolas, que yo sepa, no han imitado ese ejemplo, pero en cambio han proliferado los talleres de escritura privados o ligados a entidades culturales como los ateneos, círculos, etcétera. La cosa ha llegado hasta tal punto, aunque ahora creo que ha remitido algo, que alguna hasta se atrevió a contratarme de profesor en temas como la divulgación científica. Pero todos esos cursos me consta que actúan prácticamente igual, haciendo escribir a los alumnos y evaluando sus resultados y a partir de ahí proporcionando consejos o en el peor de los casos, recetas, pero sobre todo y previamente incitándolos a leer. Y parecería ocioso, pero es más bien asombroso: la cantidad de escritores en ciernes que… apenas leen. 

Escribir es humano y corregir es divino. Los escritores —sí, yo también me considero eso, a mi modesta manera— aceptamos de mala gana y a veces de malas maneras las correcciones, pero la mejor receta de estilo es la de suprimir las palabras innecesarias, podar, quitar; por eso tantos buenos escritores han salido de las mesas de redacción de los diarios donde el espacio siempre es limitado. Respetar el lenguaje consiste entre otras cosas en no despilfarrarlo. Por supuesto, el mejor estilo es el que no se nota y el peor el que termina imitándose a sí mismo en forma de parodia exagerada, el caso de Camilo José Cela o de Paco Umbral, por ejemplo (ejemplo de buenos escritores nada comedidos).

Para ser escritor no hace falta haber visto morir a alguien o haber estado a punto de morir uno mismo. No hace falta haber tenido un montón de empleos precarios, ni haber sido un aventurero ni haber vivido en la miseria o haberse reconvertido uno en tratante de esclavos y no volver a escribir ni una sola línea (Rimbaud), ni convertirse en un ermitaño huraño (Salinger), pero hacen falta dos cosas: ser consciente de tus limitaciones, aunque intentando siempre superarlas (para lo que hay que ser consciente de ellas) y haber leído mucho y con admiración y gratitud.

El tema no importa, saberlo contar sí. Es más fácil escribir contra algo que a favor de algo. También hay muchos más escritores malos que buenos, así que si alguien pretende convertirse en escritor por la peor de las razones, que le atrae la vida literaria, y no por la más inevitable y mejor: porque no puede evitarlo, que sepa que muy probablemente se convertirá, si persiste en ello, en escritor, en un mal escritor. Afortunadamente, y aunque de vez en cuando se equivoquen, los editores suelen ser buenos lectores, por lo que ese primer filtro impide que el número de libros malos exceda demasiado al de los buenos, siempre escasos. Los escritores se agrupan conforme a la conocida pirámide demográfica de toda escala del talento humano. En la amplia base se sitúan los malos y conforme se asciende en calidad van estrechándose hasta una cúspide en la que se asientan muy pocos excelsos e insuperables. En medio están los aceptables.

Para escribir bien hay que tener bien surtida la caja de herramientas, como el fontanero o el carpintero, llenas de los fundamentos del lenguaje de la gramática, la ortografía y la sintaxis, el vocabulario y el dichoso estilo. Las musas viven en el subsuelo, aunque las imaginemos aladas, así que conseguir resultados y escribir bien requiere pico y pala y mucho trabajo, entonces sí te llegará la inspiración, pero no volando, hay que llegar a  ella cavando mucho. Leer mucho y escribir mucho y no pretender ser original por ser original, sino que esa originalidad, si aparece, sea una consecuencia, no un propósito. No leas para adquirir oficio, sino por gusto; no leas narrativa para aprender a escribir novelas, sino por gusto, insisto. Y si no tienes nada que decir, no lo digas.

No temas las parodias o los plagios involuntarios; son resultados lógicos de la admiración. Stephen King recuerda que de joven cuando leía a Bradbury le salían textos en que todo era verde y teñido de nostalgia, pero cuando leía a James M. Cain le salían frases cortas y entrecortadas, duras, y cuando leía Lovecraft  le salían bizarros y barrocos párrafos.
  
Si escribes ensayo (o no fiction como dicen los anglos), no idolatres las ideas, piensa que ya se les ocurrieron antes a otros. Úsalas como el cantero o el escultor la piedra, trabájalas, pero no las remates tanto como para convertirlas en dogmas, deja que el lector, tu colaborador más íntimo, las complete a su modo. Encadénalas y sugiere más que afirmes.

De los malos escritores también se aprende, a evitar sus excesos y errores, como se aprende a hacer cine de los malos directores y a interpretar de los pésimos actores. Una vez un esgrimista me dijo que observar a uno malo era muy educativo, y lo mismo me dijo de su arte un gran maestro de ajedrez. Debe ser una norma no escrita (o mal escrita). Demos gracias a que los maestros de Miguel Ángel, Velázquez o Rafael fueran mucho más mediocres que ellos. Y cuando leas a los verdaderamente buenos, no te desanimes pensando que ni en mil años podrás acercarte a ellos, más bien utiliza su ejemplo de acicate. 

La lectura, como hábito sostenido, proporciona una intimidad con la escritura y una confianza con el proceso de escribir imposibles de conseguir de otra manera. Pero hay más. Lo mismo que la mejor justificación (caso de necesitarse) para leer es el placer que se obtiene, escribir (y mira que se han escrito chorradas sobre el sufrimiento del proceso) sólo se justifica si proporciona felicidad (pero yo no, yo sufro para que vosotros que me leéis disfrutéis, je, je). Lo dijo muy bien la gran Patricia Highsmith: "Escribir novelas o relatos es un juego y, para seguir jugando, es necesario que en nigún momento deje de divertirte." Ya sufren suficientemente los mineros, añado yo.

martes, 22 de noviembre de 2016

Ser lector





Es como enamorarse, a uno les pasa y a otros no. Los que no les pasa, lógicamente, no lo echan de menos. ­Para un verdadero lector, uno en que la lectura forma no sólo parte de sus hábitos—eso sería como lavarse los dientes—, sino de su vida, tomar conciencia de que uno es lector es uno de los descubrimientos más electrizantes de la vida: de que somos capaces no sólo de leer, sino además de ‘enamorarnos’ de la lectura. Perdidamente. Con delirio. El primer libro que ejerce ese efecto nunca se olvida, y cada página parece traer una revelación nueva, que abrasa y exalta: ¡Sí! ¡Así es! ¡También yo he notado eso! ¡Eso pienso yo! ¡Eso siento yo! Enganchado de por vida. Un descubrimiento incesante.

El verdadero lector no es un crítico, aunque tenga criterio y gusto. Su principal virtud es la admiración, el descubrimiento y... el placer, cosa que dudo que tengan muchos críticos profesionales.

¿El primer libro que despertó en mí ese deslumbramiento? Sí soy sincero y  pesar de lo dicho, ejem... no lo recuerdo, pero en mi memoria permanecen muchos de los que le siguieron. Pero si tuviera que aventurar algún título pienso que sería alguno de la serie de Guillermo de Richmal Crompton. Y claro, trataba de unos niños muy traviesos y asilvestrados. 

CODA

Los libros que deseo volver a leer aunque no sé si alguna vez tendré tiempo, calculo que sean unos doscientos, todos en mi poder. Los libros que puedo necesitar consultar en ocasiones y que la wikipedia jamás podrá sustituir, otros tantos, y los libros que me gusta tener sin más, saber que están a mano, acariciarlos, unos cien. En total quinientos. Considero que cualquier biblioteca privada de más de quinientos volúmenes es un exceso, pero la mía probablemente multiplica por más de veinte esa cifra. Me gustan los libros como objeto, como me gusta contemplar las formas de una mujer que he amado aunque no pueda tocarla. Una casa sin libros me parece no ya fría sino deshabitada, hostil, inhabitable.  También me gusta comprar libros y, durante una época, robarlos, nunca de las librerías pequeñas y de los amigos, nunca de las bibliotecas públicas. Me gusta entrar en las librerías, hablar de libros con los libreros que no son meros expendedores de mercancías. Me gusta la expectación de tener un libro listo, el siguiente para leer cuando me acabe el presente. Me gusta leer varios libros a la vez, pero nunca dos novelas, sino dos ensayos de tema distinto o una novela y un ensayo. Los libros de poesía jamás los leo ni los he leído de corrido; uno dos poemas y lo cierro. Y me gustan las bibliotecas públicas; algunos de los espacios más hermosos y confortables que conozco son esos edificios, para mí santuarios sagrados.