Me gustan mucho —casi soy adicto— los haikus, esos poemas
breves japoneses con una métrica estricta de siete, cinco y siete ‘moras’, que
pueden sustituirse por sílabas en otros idiomas y eso es lo que hacen los
traductores, gracias a los que los leo (por ejemplo, los traducidos por
Octavio Paz). Son tan simples como el garabato de un niño, pero nunca caen en
la simpleza. En cambio, de los narradores modernos del Japón no soporto al
afamado Yukio Mishima, para mí una suerte de Pasolini pasado de rosca con una
homosexualidad muy mal llevada, tan adicto a fotografiarse en pañal (fundoshi) marcando
pectorales y con esa bandana en la frente que llaman hachimaki en la que se
escriben lemas. Adultos con pañales sólo soporto a Tarzán y su taparrabos de
suave piel de gacela (la seda en lencería selvática) o a Gandhi y su modesto dhoti junto a su rueca. Adoro a Junichiro Tanizaki (el
apellido delante del nombre de pila en japonés), y me agrada Kezaburo Oe sin
que llegue a enloquecerme. Tampoco le he encontrado el punto, si es que lo
tiene, al más conocido hoy en Occidente, el exitoso Haruki Murakami; le noto impostado,
lectura para adolescentes con ínfulas, pero probablemente soy injusto. De
hecho, salvo Tanizaki, y sobre todo su Elogio de la sombra, mi escritor japonés
favorito, nacido en Nagasaki, ha escrito siempre en un espléndido inglés: Kazuo
Ishiguro, el de Los restos del día, de la que se hizo una estimable película, pero
que no llegó al nivel de la espléndida novela. Además, Ishiguro, que vive en
Londres, viste siempre como un señor y jamás ha aparecido en paños menores.
Ishiguro acaba de publicar una novela, The Buried Giant, recientemente traducida: El gigante enterrado.
Francamente, no me lo esperaba. Siempre ha incurrido en el género histórico de
manera muy periférica, en épocas levemente anteriores a su nacimiento (1955),
por ejemplo, en la Inglaterra de entreguerras y en la de la Segunda Guerra
Mundial. Ahora, sin salir de su isla de adopción, se ha ido a los tiempos
oscuros y míticos en los que Inglaterra no era un amable país de caminos
serpenteantes y amenos prados, sino de ciénagas neblinosas y páramos yermos
donde aún habitaban… ogros. En esa Inglaterra recientemente medieval, de los
romanos sólo quedaban ruinas y hasta sus eficaces calzadas desaparecían bajo la
maraña de vegetación. Arturo y Merlín, amados por unos y odiados por otros,
casi por las mismas razones, serían leyendas si no fuera porque el último de
sus caballeros, Sir Gawain aún aparece
en la novela, como el ser ya anacrónico que era. Britanos y sajones andan por
selvas sin deforestar y sendas sin desbrozar, o se asientan en minúsculas
aldeas junto a ciénagas infectas que le hacen al autor preguntarse “qué tipo de
desesperación les llevó a esas gentes a instalarse en parajes tan lúgubres”.
En una de esas aldeas vive una encantadora pareja de
ancianos, Axl y Beatrice, que un buen día toman la decisión de partir en busca
de su hijo, que marchó hace tiempo y del que nada saben, porque nadie recuerda
mucho debido a lo que llaman “la niebla”. También aparece un guerrero sajón de
armas tomar, nunca mejor dicho, Wistan, dragones hembras que habitan en la montaña
y que conviene matar, soldados de un tal Lord Brennus, monjes que practican
extraños ritos de expiación (como los pocos que quedan ahora), jóvenes con extraños
estigmas, todos con atroces misiones que cumplir, destinos insólitos y
redenciones. En suma, un viaje iniciático, épico y fabuloso en el sentido
etimológico. Vamos, todos los ingredientes para una paparrucha convertidos por
la magia de un escritor excelente, en una novela apasionante y bellísima, y
dentro de lo increíble, perfectamente verosímil, porque la novela no va de todo
lo anterior, sino que se sirve de ello; la novela va del amor conyugal perdurable,
de la vejez y de la muerte; va de los fantasmas del pasado, del odio larvado,
de la traición y la sangre con que se forjan todas las patrias (todas, amigos
catalanes de hoy en día). Un libro hermoso y desgarrador que, como no puse el
freno de mano, me liquidé en dos noches.
Pues mira, he leído sendos libros de los tres autores nipones de los que hablas.
ResponderEliminarDe Ishiguro leí Nunca me abandones, una novela de ciencia-ficción que en su día me gustó, aunque no sé qué me parecería ahora. Me apunto los dos que comentas.
De Tanizaki, El cortador de cañas, que me gustó y impresionó porque su brevedad no impide la aparición de ricos matices. A ver si leo alguna otra suya, que las hay en la biblioteca de mi barrio.
De Mishima, El pabellón de oro, que es una ficción montada sobre el incendio real ocurrido en 1950. Me gustó, aunque más por su descripción de la arquitectura y algunas discusiones entre los personajes sobre zen o budismo que por las pinceladas "psicológicas", a ratos dignas de olvidar, aunque por otro lado hay que reconocer que debe de ser difícil hablar de semejante pirómano.
La definición que das de él es muy acorde, aunque me gusta más la del guionista de cómics y otros medios Warren Ellis. En el número 2 de Planetary, un escritor japonés se reúne con sus lectores-seguidores en una isla* para montar una revolución armada. Otro personaje lo describe como un tipo "con un tufillo a lo Mishima, mucho egotismo armado e insurrección armada"... Gore Vidal, por su parte, comentaba que estaba obseso por la forma física, lo que explicaría las infames fotitos.
Incomprensiblemente, tiene admiradores fuera de Japón precisamente por ser un facha japonés. A mí me da la sensación de que era un teatrero, como demuestra su aparatosa muerte que, junto a la de Rasputín, seguramente tiene que ser de las primeras en complejidad sin que fuera una condena a muerte.
* Y ahora estoy pensando si Ellis, que es un tipo muy listo, no lo haría aposta, porque en japonés "mishima" significa "tres islas".
Te recomiendo sobre todo el Tanizaki de El elogio de la sombra, si te interesa la arquitecura es bellísima.
EliminarNo sabía que Mishima significaba tres islas
"Shima" sí sabía que significa "isla". Hiroshima, de hecho, significa "isla ancha". "Mi" tiene el kanji del número 3, así que tenía que ser "tres islas". Las lenguas del sureste asiático suelen caracterizarse por no marcar el número gramatical, sin importar su exacta afiliación.
EliminarDurante un tiempo pensé que significaba "isla bella", porque "mi" a veces se traduce así, especialmente en los topónimos femeninos (como Yumi). De la homofonía del japonés se ha escrito mucho.
De Kazuo Ishiguro he leído solo Lo que queda del día, que me gustó mucho. Veré de encontrar esta que recomiendas. Del resto que citas, nada. De Murakami, -debería decir Haruki, porque, como bien señalas, Murakami debe de ser el nombre de pila- varias, no recuerdo cuáles. Todas ellas me han aburrido soberanamente. Si eres injusto por considerarlo lectura para adolescentes, yo soy injusto también, porque es exactamente lo que me parece. De Mishima, o sea Yukio, nunca me he animado a leer nada, el halo de narcisismo masoquista que le adorna me echa para atrás. No me arriesgo a tener que aguantarle el taparrabos y los musculitos también por escrito. De Kezaburo, tampoco, y de Junichiro ni había oído hablar. La verdad es que lo japonés no puede atraerme menos. Al estupendo Kazuo es que no se le nota casi que lo es.
ResponderEliminarNo olvides El elogio de la sombra, de Tanizaky
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