En el siglo V a. C. en Israel ya no se usaba el hebreo como lengua
habitual. La lengua común era el arameo, la lengua de Cristo. Para que la gente
entendiera las Escrituras que estaban en hebreo el rabino las leía directamente
de la Torá y un traductor a su lado, el targumán,
las traducía versículo a versículo. Los targumanes tenían prohibido poner esas
traducciones por escrito, porque era tabú pervertir los textos sagrados en otro
idioma que no fuera el utilizado supuestamente por Dios.
En el siglo XV Colón no tenía ese problema hasta que llegó supuestamente a
Asia y se encontró con los indios tainos. Como todo mercader y marino culto de
la época, hablaba siete u ocho idiomas (¿el castellano con acento gallego o con
tonillo genovés?)
Yo no soy una persona muy culta. Nadie puede reclamarse verdaderamente
culto si, como yo, no se expresa fácilmente más que en su idioma natal, tiene
un conocimiento de lenguas próximas como el francés o el inglés que solo le
permiten leer fábulas sencillas o artículos técnicos, pero no a Proust o a
Joyce, que además desconoce las lenguas muertas básicas en Occidente del latín
y el griego, que se pierde en la maraña de la matemática avanzada y que no sabe
leer una partitura ni tocar un instrumento… en fin. Lo que soy es un tío muy
leído y, visto lo anterior, que lee muchas traducciones. Estoy enormemente
agradecido a los traductores, esos artesanos y a menudo verdaderos artistas tan
poco reconocidos y tan mal pagados.
La traducción requiere un muy buen conocimiento del idioma de partida y un
excelso dominio del de llegada, o sea, el que poseen los buenos escritores, y
eso implica imaginación y no sólo gramática y vocabulario. Por ejemplo —que ya
mencioné en una ocasión pasada— , cuando uno en lugar de traducir el hamletiano
That is the question, por la manida “Esa es la cuestión” lo tradujo por la
fresca y precisa “De eso se trata”. O
la primera frase de Moby Dick en lugar de la consabida “Llamadme Ismael” por “Podéis
tutearme”. Genial, ¿no?
El dilema de una buena traducción se establece entre
dos extremos irreconciliables: la fidelidad literal al texto, esto es, la
literalidad, o bien, la fidelidad al espíritu y el aroma de la obra, esto es,
la recreación. Ambos extremos absolutos son nefastos, claro, y producen
bodrios, pero en el medio se establece la traducción si no perfecta, que eso no
existe, sí buena, satisfactoria. Yo he hecho el experimento de leer El Quijote
en inglés teniendo el original en castellano a la vista, y es absolutamente
ilustrativo de lo que digo, cómo el brillante traductor al inglés solventa
ciertos problema que le plantea el texto.
Ese debate ha existido a lo largo de la historia
siempre, desde los remotos tiempos heroicos de la traducción de la Biblia al
griego (la conocida como Septuaginta)
en la Alejandría clásica por los famosos setenta y dos sabios hebreos
(aposentados aislados en celdas individuales todos dieron la misma y exacta
traducción puesto que había sido inspirada por Yahvé) en tiempos de Ptolomeo II
Filadelfo, hasta la época en que los traductores eran gentes de poder, sabios y
reyes, como el dálmata (hoy diríamos croata) San Jerónimo o el castellano
Alfonso X El Sabio, hasta llegar a los tiempos en que con ello se ganan la vida
mis esforzados —barba de tres días, cenicero repleto de colillas, pijama y
pantuflas y taza de café— y a menudo injustamente anónimos héroes, aunque ya se
ha conseguido que su nombre aparezca en portada bajo la del título y el autor.
Pero en esta época los dos extremos están
representados por dos escritores insignes, Nabokov y Borges. Nabokov era trilingüe y no leía traducciones porque no confiaba en absoluto
en ellas, como más recientemente Thomas Bernhard. Esto no le impidió emprender
la monumental traducción del Eugenio Oneguin de Pushkin. La traducción al inglés
de Nabokov es legendaria porque es literal palabra por palabra, y naturalmente
ilegible. No es que no haya rima, sino que no hay pretensión formal de ninguna
clase. A esta edición le acompañaron dos volúmenes de notas (la nota a pie de
página de un traductor es la confesión de un fracaso, incapaz de verter
adecuadamente una expresión) e incluso quiso añadir un volumen más con el
original en cirílico, pero ahí el editor norteamericano se negó. Es el insulto
más grande que se haya podido hacer contra el oficio de traductor. Eso no le
impidió traducirse al inglés sus primeras novelas rusas, cambiando cosas a
menudo, corrigiendo y finalmente consiguiendo versiones excelentes de su propia
obra, pero a Pushkin lo destrozó supuestamente honrándole.
El caso opuesto es el de Borges. Este opinaba que la traducción puede
recrear el original, para unos nuevos lectores de otra época y darle vida. Su
versión del Faulkner (un escritor absolutamente opuesto en estilo al argentino) de Las palmeras salvajes, en la que incluso añade párrafos
y diálogos inexistentes en el original o suprime otros, contradice toda la
deontología de la traducción. Pero hay quien dice que la versión de Borges es
mejor que el texto de Faulkner. En realidad Borges no tradujo: versiono, que es
costumbre antigua que se hacía con los clásicos como Ovidio o Virgilio cuando
no había tanto reparo con los derechos intelectuales.
Más próximo a nosotros en el espacio y lejano en el tiempo son las
traducciones de los dramas de Shakespeare por nuestro Leandro Fernández de
Moratín, en las que pretendía mejorar el original, pulirlo de groserías y
adaptarlo al ñoño gusto burgués de su época. El resultado fue desastroso y
todavía pueden encontrarse en las librerías de viejo algunas de las tropelías
que perpetró con el isabelino.
Sólo veo un problema actual, al margen de las malas traducciones y del
precario estatus del sector y es el dominio absoluto, imperial y colonial, del
inglés que implica un dominio, a su vez, cultural por medio de la traducción.
Aproximadamente (según datos oficiales de la asociación internacional de
traductores profesionales) un setenta y cinco por ciento de las traducciones
que se hacen en todo el mundo son del inglés, mientras que en el mercado
anglosajón sólo un cinco por ciento de los libros editados son traducciones de
otros idiomas, fundamentalmente los cuatro o cinco consabidos. Eso da una idea
de la pobreza de la cultura actual anglosajona, tanto como de su hegemonía. Y
todo ello a pesar de que en el mundo hay casi los mismos hablantes en inglés
(cuatrocientos millones) que en español (trescientos cincuenta millones). El
resultado es una forma global de ignorancia que compartimos todos, porque
¿cuánto se traduce del croata, del finés, del nigeriano…?
Yo sé español, inglés y algo de francés y alemán. Entiendo algunos términos en japonés, pero apenas si lo chaporreo. De lenguas muertas ando flojo, cosas de la LOGSE. De matemáticas sí sé bastante, aunque no estoy al nivel de algunos ingenieros.
ResponderEliminarPor ello, los traductores me parecen héroes y asimismo gente con la que quizás me cabree demasiado a menudo. Para mí, una buena traducción adapta el texto sin inventar nada, aunque considero que las notas de traducción son necesarias cuando un juego de palabras es insalvable o hay que aclarar elementos culturales desconocidos. Un ejemplo lo vi con La historia de Genji que leí en julio, creo. Es imposible no poner notas porque aquel mundo era bastante particular y hoy en día es desconocido. Dicho eso, muchos traductores se pasan y se entusiasman con las notitas de modo que rompen el ritmo de lectura.
A mí también me preocupa esa hegemonía del inglés, especialmente porque aquí tenemos este complejo de inferioridad y ahora parece que algunos enterados consideran que leer literatura no anglosajona es cosa de friquis y turulatos, excepto si es Murakami o algún autor célebre. ¡Qué lástima!
Más o menos de acuerdo con lo que dices
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