Somos el último e indispensable eslabón de una cadena trófica
que va desde el que escribe en su casa en zapatillas, hasta el editor avispado,
el diseñador con buen gusto, el vendedor experto. Los amantes de los libros
pertenecemos a una minoría de humanos muy extravagantes. En primer lugar pero
no sólo, somos lectores, algo ya en desuso paradójico en un mundo donde la
alfabetización ha alcanzado los mayores niveles. Pero además amamos al objeto peculiar que es el
libro. Y tenemos prioridades ciertamente insólitas, como cargar con un
pesadísimo volumen de fotografías de Nadar en el que nunca habíamos pensado
desde una librería de lance hasta nuestro domicilio sin ascensor, como un
Sisifo especialmente pertinaz, o consideramos indispensable hacernos con un
volumen, tampoco liviano, del Hermes Trismegisto en buen estado con textos
latinos y griegos. Nuestros paseos por nuestras ciudades incluyen paradas en
librerías especializadas en alternativas sesentayochistas, fanzines y cómics,
librerías de saldo, de anticuarios (inasequibles a nuestros bolsillos) y por
supuesto para terminar en nuestra librería favorita generalista donde sus
libreros no saludan como a los parroquianos beodos y asiduos los taberneros.
Una vez llegado a mi librería favorita, intercambio saludos,
depósito mis bolsas tras el mostrador —un privilegio de los clientes como yo— y
me dirijo a las mesas de novedades como el buscador de oro balancea su lebrillo
en busca de oro entre las arenas. Compruebo que ya ha salido el libro que se
anunciaba de ese prolífico filósofo, me sorprendo de la nueva edición de un clásico,
aunque yo prefiero sin duda la que tengo en casa, el inevitable best seller que
aparto con desdén pero que el librero ha dispuesto destacadamente porque sus
previsibles buenas ventas le ayudan a cuadrar sus precarias cuentas, observo
con aprobación a una bonita muchacha que ojea interesada un libro que yo leí, y
me gustó, hace años. Estoy en mi salsa.
El amante de los libros comparte con el amante de las mujeres
el placer de la expectación, del hecho aún no consumado pero ya muy
posiblemente placentero. Como los amantes sin más, nos complacemos en los
olores y las texturas al tacto, una buena encuadernación como unas caderas
firmes, un olor a buen papel, como el olor fresco y limpio de una piel, el de
la tinta como promesa de una intimidad. Finalmente, los libros se abren igual que las mujeres, el igual pueden resultar hóstiles o acogedores. Como el gusto por el buen sexo, la
afición desmesurada a los libros se genera en la adolescencia y el mejor entorno
son esas estanterías pulcramente abarrotadas donde meditan y nos esperan las
cosas buenas del saber, el concilio de los libros.
Nunca me pasa desapercibido
ningún hombre leyendo en un banco —a veces los he fotografiado—, ningún joven
con un libro bajo el brazo, ningún lector en un vagón de metro rodeado de autohipnotizados
manipuladores de telefonillos, los reconozco como pertenecientes a mi misma secta. Venero también esas arcas de Noé que son las bibliotecas
públicas, santuarios de nuestra devoción, ciudadelas de la memoria donde
escuchamos con los ojos a los mejores entre los muertos. Pero las grandes bibliotecas públicas, como las prisiones, sólo
permiten las visitas a los libros, nunca su posesión y eso es algo que suscita
reverencia pero no el amor posesivo y recóndito de la librería propia. Muerta
es la morada en la que no hay libros, en la que no entran con cierta frecuencia
otros nuevos, nuevos amigos, más placeres.
Era inevitable que en algún momento hablaras de tu bien conocida bibliofilia. Y ha estado bien.
ResponderEliminarGracias
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