Cuando
me entusiasma un libro a menudo me gustaría haberlo escrito yo. De
hecho es lo que en cierto modo hago con mi lectura atenta, encajando en
mi propio "disco duro" (inevitable metáfora del magín) lo que el autor
me va contando. Es lo que me ha pasado con el último libro del físico
Frank Wilczek, partiendo de un convencimiento que ambos compatimos, que el mundo es bello, transitorio y eterno (luego resuelvo la paradoja).
Conviene formular las preguntas que tienen posibilidades reales de ser respondidas o que pueden abrir nuevos caminos. Es lo que hacen los científicos. Conforme a esto, "¿el mundo es una obra de arte?" sería una cuestión interesante si pudiera tener respuesta o, al menos, si al buscarla encontráramos por el camino algo interesante. Opino que, dentro de su aparentemente superficial absurdo, es, una buena pregunta porque nos puede llevar a explorar algunos puntos de vista poco frecuentes.
Conviene formular las preguntas que tienen posibilidades reales de ser respondidas o que pueden abrir nuevos caminos. Es lo que hacen los científicos. Conforme a esto, "¿el mundo es una obra de arte?" sería una cuestión interesante si pudiera tener respuesta o, al menos, si al buscarla encontráramos por el camino algo interesante. Opino que, dentro de su aparentemente superficial absurdo, es, una buena pregunta porque nos puede llevar a explorar algunos puntos de vista poco frecuentes.
Hay un primer camino que no parece conducir muy lejos, pese a parecer prometedor. Probablemente el arte y lo sagrado han estado unidos desde el principio aunque lo que ahora tomamos por tal sea profano. Algunos
creen que el mundo es sagrado porque lo ha creado Dios. Otros creemos que el
mundo es sagrado, precisamente, no porque lo haya creado ningún demiurgo, sino
porque es el único que tenemos. ¿Y qué pasa sobre lo de llamar arte a una creación divina o casual? Muchos expertos críticos de arte, desde Duchamp en adelante, consideran
paradójicamente que su materia de análisis ya no existe, aunque existió en el pasado, y por tanto, nada impide considerar al mundo así, lo forjara quién lo forjara (los humanos y su impronta obvia en él desde luego) así en su origen divino
o causal casual. El físico Franz Wilczek, catedrático en el prestigioso
MIT (Massachusetts Institute of Tecnology), premio Nobel de su campo, se ha hecho recientemente una pregunta
muy parecida aunque no inédita ni mucho menos entre filósofos y científicos. Parte del hecho casi incuestionable
de que los humanos admiramos la belleza, pero que esta no se encuentra sólo en
las llamadas artes, como la pintura. Yo opino igual. Hay belleza en la ciencia,
en una ecuación o en la teoría más expresiva. Veamos, reformulemos la pregunta: ¿el mundo encarna ideas
bellas?
Wilczek sigue esa idea desde Platón y Pitágoras hasta la actualidad. Porque buscando las leyes que gobiernan el universo detectamos formas en las que los rasgos más distintivos son la simetría, que implica armonía, equilibrio y proporción, y la economía, en el sentido de ahorro y bella simplicidad. En su lógica más íntima y a menudo menos intuitiva, la que subyace a las que nos sugieren y tomamos a menudo por absolutas de nuestros sentidos, la belleza, definida así, insisto, parece mecer la cuna del mundo. Newton y antes Galileo, luego Maxwell, Einstein, Emmy Noether o Dirac, todos lo confirman. También en la extraña y antintuitiva física cuántica, las ecuaciones que rigen el comportamiento de los entresijos atómicos y de la luz son casi las mismas que las que obedecen... ¡los instrumentos musicales! Inesperadamente descubrimos también algo sobre nosotros mismos además de sobre el universo. Descubrimos que las reglas más profundas son algunas de las que de alguna manera ya sentíamos, como esculpidas en nuestros ser más íntimo.
Y aquí reside un enorme conflicto. El mundo físico encarna la belleza y nosotros somos quizás lo únicos seres vivos capaces de percibirla. Pero el mundo físico encarna también el dolor, eso que los pesimistas llaman realidad, el conflicto, la miseria y el sufrimiento. La mayoría de las religiones se aprovechan de eso último, buscan otras “realidades” improbables y consoladoras fuera del mundo, aunque nadie sabe si existe otro (y el peso de la prueba debe recaer sobre ellos; no lo han conseguido). Pero solo los científicos y filósofos de talento y algunos profanos, como es mi caso, percibimos agudamente lo primero y no nos cansamos de indagar en esta belleza.
Surge otra idea que aclara mi paradoja inicial, que el mundo es transitorio y eterno. El mundo está en estado de flujo, cambiante, jamás inmóvil, todo en él está sujeto al cambio, nada es fijo, ni las rocas ni los astros, menos aún los seres vivos que no sólo mueren y se extinguen, sino que surgen y cambian. Por otra parte, el tiempo es su cuarta dimensión, o la n+1, no sólo en la física relativista, sino también en biología o en química. Pero los conceptos viven fuera del tiempo, nos liberan de él; son eternos, incluso los no 'falsables', como el de Dios.
Wilczek sigue esa idea desde Platón y Pitágoras hasta la actualidad. Porque buscando las leyes que gobiernan el universo detectamos formas en las que los rasgos más distintivos son la simetría, que implica armonía, equilibrio y proporción, y la economía, en el sentido de ahorro y bella simplicidad. En su lógica más íntima y a menudo menos intuitiva, la que subyace a las que nos sugieren y tomamos a menudo por absolutas de nuestros sentidos, la belleza, definida así, insisto, parece mecer la cuna del mundo. Newton y antes Galileo, luego Maxwell, Einstein, Emmy Noether o Dirac, todos lo confirman. También en la extraña y antintuitiva física cuántica, las ecuaciones que rigen el comportamiento de los entresijos atómicos y de la luz son casi las mismas que las que obedecen... ¡los instrumentos musicales! Inesperadamente descubrimos también algo sobre nosotros mismos además de sobre el universo. Descubrimos que las reglas más profundas son algunas de las que de alguna manera ya sentíamos, como esculpidas en nuestros ser más íntimo.
Y aquí reside un enorme conflicto. El mundo físico encarna la belleza y nosotros somos quizás lo únicos seres vivos capaces de percibirla. Pero el mundo físico encarna también el dolor, eso que los pesimistas llaman realidad, el conflicto, la miseria y el sufrimiento. La mayoría de las religiones se aprovechan de eso último, buscan otras “realidades” improbables y consoladoras fuera del mundo, aunque nadie sabe si existe otro (y el peso de la prueba debe recaer sobre ellos; no lo han conseguido). Pero solo los científicos y filósofos de talento y algunos profanos, como es mi caso, percibimos agudamente lo primero y no nos cansamos de indagar en esta belleza.
Surge otra idea que aclara mi paradoja inicial, que el mundo es transitorio y eterno. El mundo está en estado de flujo, cambiante, jamás inmóvil, todo en él está sujeto al cambio, nada es fijo, ni las rocas ni los astros, menos aún los seres vivos que no sólo mueren y se extinguen, sino que surgen y cambian. Por otra parte, el tiempo es su cuarta dimensión, o la n+1, no sólo en la física relativista, sino también en biología o en química. Pero los conceptos viven fuera del tiempo, nos liberan de él; son eternos, incluso los no 'falsables', como el de Dios.
hay belleza en el mundo; pero la belleza no equivale a "arte", o no siempre
ResponderEliminarsaludos, me pasaré por aquí... tus lecturas siempre me interesan
Estamos de acuerdo, no he querido dar la impresión de una equivalencia tan simplista entre arte y belleza. El arte es más que eso, y la belleza también, pero ambas se solapan en una cierta área, no son conjuntos disjuntos; sólo he hablado del arte precisamente para sugerir un camino que califico textualmente en el post de poco prometedor.
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