Nunca he escrito una novela que considerase publicable; en
cambio he escrito cuentos de los que estoy satisfecho. Indudablemente la novela
requiere un esfuerzo sostenido que el feliz hallazgo del cuento no precisa y de
ahí que considere justa la mayor consideración lectora (y crítica) del género
narrativo mayor. Sin embargo, el cuento me fascina como género inabarcable y
casi indefinible, salvo por su extensión. Todo el mundo evoca a Homero o a Milton
si hablamos de épica, o a Lorca y Neruda si hablamos de lírica, pero el cuento
no tiene un Homero o un Shakespeare aunque se prodigan sus autores. El cuento
no tiene forma, tiene formas. La novela cada cierto tiempo intenta romper sus
corsés y genera experimentos, a menudo ilegibles, el cuento no los ha tenido
nunca. Alguien dijo que el relato corto es lo que se aleja de la colectividad
(lo opuesto a una canción pop de éxito), “la voz solitaria de grupos de
población sumergida” (Frank O’Connor), alejado de la colectividad, romántico,
individualista e intransigente. Sería el caso desde luego de Hemingway o de Joyce,
pero no de Andersen, Turgueniev o Kipling.
¿Qué tienen en común Alice Munro, Saki, Edna O'Bien, Katherine Mansfield, Hoffmann, Kliest, Hardy, Pushkin, Hawthorne, Poe, Borges, Julio Ramón Rybeiro, Gógol, Melville, Carroll, Twain, Maupassant, Conrad, O´Henry, London, Sherwood Anderson, Faulkner, Steinbeck, Cheever, Salinger, Updike, Carver o Cynthia Ozick?
¿Qué tienen en común Alice Munro, Saki, Edna O'Bien, Katherine Mansfield, Hoffmann, Kliest, Hardy, Pushkin, Hawthorne, Poe, Borges, Julio Ramón Rybeiro, Gógol, Melville, Carroll, Twain, Maupassant, Conrad, O´Henry, London, Sherwood Anderson, Faulkner, Steinbeck, Cheever, Salinger, Updike, Carver o Cynthia Ozick?
El cuento es anónimo en cuanto a la forma, como lo era en su
nacimiento oral, y por eso es tan distinto un cuento de D.H. Lawrence de uno de
Henry James. O más próximos a nuestra tradición, uno de Borges de otro de Cortázar,
u otro de Chejov y otro de Kafka o de Babel. Noto sin embargo dos tradiciones,
la de Chejov, para algunos el máximo exponente del género, y la de
Kafka-Borges, la costumbrista frente a la metafísica.
En España hay una tradición y afición menor a este género
frente al mundo anglosajón donde proliferan las revistas con relatos breves y
son seguidos con interés, o sus recopilaciones y antologías ocupan a menudo los primeros puestos entre los libros más leídos. Sin embargo, el novelista y critico John Berger, que
escribió una maravillosa trilogía sobre la desaparición del mundo campesino europeo,
De sus fatigas, concibió los dos primeros volúmenes —Puerca tierra y Una vez en
Europa—, como recopilaciones de cuentos que contemplaban ese ocaso, pero para
retratar el aterrizaje en la sociedad urbana necesitó, en el último volumen, Lila
y Flag el formato de la novela. Y es que el mundo campesino está inmerso en una
cultura de la supervivencia, como las de las mal llamadas tribus primitivas, en
tanto que el urbano es una cultura del llamado progreso. El campesinado es la
única clase social con una resistencia interna al consumismo, por tanto, debe
ser desarticulado por el sacrosanto mercado. Considero que no es casual esta elección: el cuento está todavía próximo a la oralidad de las primeras sociedades y sus relatos en torno al fuego, en tanto que la novela, sea urbana o rural, es una invención posterior de sociedades más desvinculadas del mundo natural.
Los peores cuentos son novelas abortadas, las peores novelas,
cuentos innecesariamente alargados. Borges nunca quiso (o pudo) escribir una
novela. Cortázar nunca escribió una novela comparable en calidad a sus mejores
cuentos.
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