viernes, 27 de enero de 2017

Los amantes de los libros




Somos el último e indispensable eslabón de una cadena trófica que va desde el que escribe en su casa en zapatillas, hasta el editor avispado, el diseñador con buen gusto, el vendedor experto. Los amantes de los libros pertenecemos a una minoría de humanos muy extravagantes. En primer lugar pero no sólo, somos lectores, algo ya en desuso paradójico en un mundo donde la alfabetización ha alcanzado los mayores niveles. Pero  además amamos al objeto peculiar que es el libro. Y tenemos prioridades ciertamente insólitas, como cargar con un pesadísimo volumen de fotografías de Nadar en el que nunca habíamos pensado desde una librería de lance hasta nuestro domicilio sin ascensor, como un Sisifo especialmente pertinaz, o consideramos indispensable hacernos con un volumen, tampoco liviano, del Hermes Trismegisto en buen estado con textos latinos y griegos. Nuestros paseos por nuestras ciudades incluyen paradas en librerías especializadas en alternativas sesentayochistas, fanzines y cómics, librerías de saldo, de anticuarios (inasequibles a nuestros bolsillos) y por supuesto para terminar en nuestra librería favorita generalista donde sus libreros no saludan como a los parroquianos beodos y asiduos los taberneros.


Una vez llegado a mi librería favorita, intercambio saludos, depósito mis bolsas tras el mostrador —un privilegio de los clientes como yo— y me dirijo a las mesas de novedades como el buscador de oro balancea su lebrillo en busca de oro entre las arenas. Compruebo que ya ha salido el libro que se anunciaba de ese prolífico filósofo, me sorprendo de la nueva edición de un clásico, aunque yo prefiero sin duda la que tengo en casa, el inevitable best seller que aparto con desdén pero que el librero ha dispuesto destacadamente porque sus previsibles buenas ventas le ayudan a cuadrar sus precarias cuentas, observo con aprobación a una bonita muchacha que ojea interesada un libro que yo leí, y me gustó, hace años. Estoy en mi salsa.


El amante de los libros comparte con el amante de las mujeres el placer de la expectación, del hecho aún no consumado pero ya muy posiblemente placentero. Como los amantes sin más, nos complacemos en los olores y las texturas al tacto, una buena encuadernación como unas caderas firmes, un olor a buen papel, como el olor fresco y limpio de una piel, el de la tinta como promesa de una intimidad. Finalmente, los libros se abren igual que las mujeres, el igual pueden resultar hóstiles o acogedores. Como el gusto por el buen sexo, la afición desmesurada a los libros se genera en la adolescencia y el mejor entorno son esas estanterías pulcramente abarrotadas donde meditan y nos esperan las cosas buenas del saber, el concilio de los libros.


Nunca me pasa desapercibido ningún hombre leyendo en un banco —a veces los he fotografiado—, ningún joven con un libro bajo el brazo, ningún lector en un vagón de metro rodeado de autohipnotizados manipuladores de telefonillos, los reconozco como pertenecientes a mi misma secta. Venero también esas arcas de Noé que son las bibliotecas públicas, santuarios de nuestra devoción, ciudadelas de la memoria donde escuchamos con los ojos a los mejores entre los muertos. Pero las grandes bibliotecas públicas, como las prisiones, sólo permiten las visitas a los libros, nunca su posesión y eso es algo que suscita reverencia pero no el amor posesivo y recóndito de la librería propia. Muerta es la morada en la que no hay libros, en la que no entran con cierta frecuencia otros nuevos, nuevos amigos, más placeres.

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