Algunas de mis novelas favoritas tienen como entorno protagonista
el 'natural' o agreste, pero también algunas de mis favoritas optan por el entorno
tradicional que hizo surgir a la novela como género a la vez que a una clase
social, la burguesía, la ciudad. Lo urbano está presente explícitamente en
relatos como el de Ítalo Calvino de Las ciudades invisibles o como opresivo
ambiente en otras como Berlín Alexanderplatz de Alfred Döblin, pero nunca había
leído una novela extraordinaria donde la arquitectura y el urbanismo estuvieran
tan presentes como excurso teórico y como entorno definitivo. Me refiero a la
novela Franciska Linkerhand de la
tempranamente desaparecida alemana Brigitte Reimann estupendamente traducida,
prologada y anotada por el que fue director del Instituto Cervantes en Múnich
Ibon Zubiaur. En ella, la autora desarrolla la descripción de un mundo
desaparecido y tempranamente olvidado, el de la extinta RDA, la República
Democrática de Alemania, o, si se prefiere, la Alemania Oriental tras el telón
de acero. Y es además una historia de un amor
fou, remedo de la agitada vida sentimental de la autora, casada cuatro
veces y muerta antes de cumplir los cuarenta cuando no había acabado de
escribir esta fascínante y vasta novela.
Franciska es una arquitecta proveniente de una culta familia de editores en un país en construcción, la aludida RDA que afronta su primer trabajo bajo un doble extrañamiento, alejada de los suyos y de la gran tradicional ciudad que habitaba. En ese desierto que es Neustadt (literalmente ‘ciudad nueva’) se enfrenta al reto de conciliar opuestos como representación del hoy y el mañana; la desangelada y urgente construcción de bloques apara alojar una población creciente de inmigrantes tras la Segunda Guerra Mundial, y la preservación de la calle alegre y viva de la ciudad con tradición urbana. Lo necesario y lo bello. La autora mantuvo una relación, plasmada en un libro que recoge sus cartas con el arquitecto alemán Hermann Henselmann, el arquitecto más famoso del país y una suerte de pigmalión exuberante, recogidas en un volumen epistolar, En la ciudad del mañana, también recientemente traducida. De hecho, el hilo conductor de la novela es el encaje de la arquitectura en la construcción avanzada del socialismo. La Republica Democrática alemana padeció a lo largo de toda su breve existencia una escasez crónica de vivienda, porque a los destrozos de la guerra hubo que sumar los cuatro millones de desplazados de las provincias orientales. El régimen se volvió loco en la construcción de nuevas ciudades junto a los grandes centros energéticos, entornos de por sí hostiles. La apuesta por la construcción industrial en módulos prefabricados (los famosos Plattenbauten) permitía abaratar los costes y acelerar los ritmos, pero a costa de una uniformidad poco atractiva. Ese urbanismo germanooriental no dejaba de ser una variante pobre del que dominaba en esos años en toda Europa: el movimiento moderno que nos legó no sólo las banlieues y las ciudades dormitorio, sino barrios enteros con mucho césped (destinado a convertirse en barro) entre los edificios, pero sin vida en común. “Un desastre porque la ciudad incumple su función al no fomentar las comunicaciones sino entorpecerlas, al no mezclar los espacios vitales y las actividades de sus habitantes, sino separarlas”, se dice en la novela. Esa es precisamente la propuesta del urbanismo ‘moderno’: separar las funciones para simular idilios, o sea “cargarse la calle”, que a fin de cuentas es lo que proponía Le Corbusier, un arquitecto estupendo y un urbanista lamentable en mi opinión (la mayoría de los arquitectos, que ejercen el monopolio del urbanismo, son malos urbanistas, salvo los muy interdisciplinares, como McHarg).
Los reparos de uno de los dos arquitectos en liza en la novela, la protagonista, a tal urbanismo cartesiano eran de una novedad revolucionaria en esos años y no han perdido nada de su actualidad tras décadas de desenfreno constructivo como bien sabemos en España. Todo esto se refleja en la novela sin la sistematicidad de los tratados pero con la riqueza de numerosas historias y tramas paralelas, por un lado, la de un brillante profesor que concibe la arquitectura como arte y como misión, por otro, un gris arquitecto municipal que debe gestionar un presupuesto limitado para alojar al mayor número posible de personas.
La novela es muchas otras cosas, una historia de emancipación femenina, una gran historia de amor, un relato político (la novela se publicó en su país en forma expurgada por la censura, la versión completa es la traducida ahora al castellano), el despliegue, como he indicado, de un mundo desaparecido en la forma de una república socialista en los primeros sesenta y sobre todo, una novela espléndida que no importa que quedase inacabada. Es más, este lector sospecha que si a la autora no la hubiera sorprendido la muerte tampoco hubiera sabido (o necesitado) acabarla.
A lo largo de mi vida profesional he tratado con numerosos arquitectos, brillantes unos, mediocres otros, pero casi ninguno era buen lector de novelas. Una pena, porque una novela ambiciosa es lo que más se parece a una ciudad y de hecho, las buenas novelas, como esta, se habitan igual que las ciudades, y las ciudades se ‘leen’ igual que las novelas.
Franciska es una arquitecta proveniente de una culta familia de editores en un país en construcción, la aludida RDA que afronta su primer trabajo bajo un doble extrañamiento, alejada de los suyos y de la gran tradicional ciudad que habitaba. En ese desierto que es Neustadt (literalmente ‘ciudad nueva’) se enfrenta al reto de conciliar opuestos como representación del hoy y el mañana; la desangelada y urgente construcción de bloques apara alojar una población creciente de inmigrantes tras la Segunda Guerra Mundial, y la preservación de la calle alegre y viva de la ciudad con tradición urbana. Lo necesario y lo bello. La autora mantuvo una relación, plasmada en un libro que recoge sus cartas con el arquitecto alemán Hermann Henselmann, el arquitecto más famoso del país y una suerte de pigmalión exuberante, recogidas en un volumen epistolar, En la ciudad del mañana, también recientemente traducida. De hecho, el hilo conductor de la novela es el encaje de la arquitectura en la construcción avanzada del socialismo. La Republica Democrática alemana padeció a lo largo de toda su breve existencia una escasez crónica de vivienda, porque a los destrozos de la guerra hubo que sumar los cuatro millones de desplazados de las provincias orientales. El régimen se volvió loco en la construcción de nuevas ciudades junto a los grandes centros energéticos, entornos de por sí hostiles. La apuesta por la construcción industrial en módulos prefabricados (los famosos Plattenbauten) permitía abaratar los costes y acelerar los ritmos, pero a costa de una uniformidad poco atractiva. Ese urbanismo germanooriental no dejaba de ser una variante pobre del que dominaba en esos años en toda Europa: el movimiento moderno que nos legó no sólo las banlieues y las ciudades dormitorio, sino barrios enteros con mucho césped (destinado a convertirse en barro) entre los edificios, pero sin vida en común. “Un desastre porque la ciudad incumple su función al no fomentar las comunicaciones sino entorpecerlas, al no mezclar los espacios vitales y las actividades de sus habitantes, sino separarlas”, se dice en la novela. Esa es precisamente la propuesta del urbanismo ‘moderno’: separar las funciones para simular idilios, o sea “cargarse la calle”, que a fin de cuentas es lo que proponía Le Corbusier, un arquitecto estupendo y un urbanista lamentable en mi opinión (la mayoría de los arquitectos, que ejercen el monopolio del urbanismo, son malos urbanistas, salvo los muy interdisciplinares, como McHarg).
Los reparos de uno de los dos arquitectos en liza en la novela, la protagonista, a tal urbanismo cartesiano eran de una novedad revolucionaria en esos años y no han perdido nada de su actualidad tras décadas de desenfreno constructivo como bien sabemos en España. Todo esto se refleja en la novela sin la sistematicidad de los tratados pero con la riqueza de numerosas historias y tramas paralelas, por un lado, la de un brillante profesor que concibe la arquitectura como arte y como misión, por otro, un gris arquitecto municipal que debe gestionar un presupuesto limitado para alojar al mayor número posible de personas.
La novela es muchas otras cosas, una historia de emancipación femenina, una gran historia de amor, un relato político (la novela se publicó en su país en forma expurgada por la censura, la versión completa es la traducida ahora al castellano), el despliegue, como he indicado, de un mundo desaparecido en la forma de una república socialista en los primeros sesenta y sobre todo, una novela espléndida que no importa que quedase inacabada. Es más, este lector sospecha que si a la autora no la hubiera sorprendido la muerte tampoco hubiera sabido (o necesitado) acabarla.
A lo largo de mi vida profesional he tratado con numerosos arquitectos, brillantes unos, mediocres otros, pero casi ninguno era buen lector de novelas. Una pena, porque una novela ambiciosa es lo que más se parece a una ciudad y de hecho, las buenas novelas, como esta, se habitan igual que las ciudades, y las ciudades se ‘leen’ igual que las novelas.